lunes, 13 de octubre de 2008

Ojos que no ven...

Cuatro compañeros de la oficina tuvimos que asistir a una reunión del trabajo que por cuestiones de logística tuvo lugar en la fábrica de la empresa, ubicada en el municipio de Los Ramones, un pueblo pequeño ubicado a casi noventa kilómetros de Monterrey.

Cuando llegó la hora de la comida suspendimos temporalmente la reunión para salir a comer, así que los cuatro decidimos ir a comer a un establecimiento que vendía tacos tras escuchar un par de comentarios positivos sobre el lugar... Y que posiblemente era el único lugar abierto ese día a esa hora.

Lupita y Juan Pablo se adelantaron con alguien que los llevaría al lugar, mientras que Víctor y yo los tuvimos qué alcanzar en mi carro siguiendo sencillas instrucciones de cómo llegar. Cuando llegamos, vimos que el establecimiento era una especie de local rodante que ostentaba algunas décadas de uso.

Para cuando Víctor y yo nos terminamos de acomodar nuestro banquito, Lupita ya le estaba poniendo salsa a sus tacos y Juan Pablo dándole los primeros tragos a su refresco, así que para no atrasarnos de más, Víctor y yo tratamos de pedir nuestras órdenes al instante. -¿De qué son los tacos? –El señor que atendía a quien fácilmente le calculé más de setenta años no contestó… -¿De qué son los tacos? –Pregunté más fuerte, a lo que con ronca y cansada voz: –De pollo y picadillo. –Bueno, me da tres y tres, por favor. –Para mí igual –Pidió Víctor también.

El señor, que se movía con la lentitud típica de la gente de su edad, tomaba con toda la mano el jitomate o la cebolla y con un cuchillo que limpió con un trapo que no se veía muy limpio que digamos empezó a picar apoyándose sobre una tabla soportada sobre dos ménsulas de metal que alguna vez estuvieron pintadas de blanco. Yo prestaba atención mientras veía cómo la altura de la tabla que le quedaba muy arriba y cerca del pecho sumada a la falta de precisión de sus manos le hacía apachurrar el jitomate antes de partirlo, pero no me importó… “Al fin que lo voy a masticar”, pensé.

Cuando el señor sacó los tacos del aceite los distribuyó sobre dos platos que “limpió” con el mismo trapo que usó con el cuchillo. Acomodó cuidadosamente los seis tacos de cada plato y cuando les empezaba a esparcir el tomate y ante nuestra mirada, el señor empezó a toser de manera aparatosa sobre los tacos, sobre sus manos y por poco y sobre nosotros. Mis compañeros y yo nos mirábamos atónitos sin que nadie atinara a hacer o decir nada. Después mientras el señor les ponía la cebolla y el repollo (así le llaman aquí en el norte a la col) de nuevo sufrió otro ataque de tos que pasó sin hacer un intento por taparse la boca o toser en otra dirección. Yo sin ser quien tosía, por el puro sonido sabía que al toser se le removían todas las flemas y demás fluidos corporales de su garganta.

El señor con toda naturalidad nos entregó nuestros platos como si no lo hubiéramos visto, escuchado y casi sentido toser… O más bien como si toserle a la comida de los clientes haciendo alarde de congestión bronquial fuera algo de lo más normal. El señor se estaba dando la vuelta cuando de pronto se detuvo, volvió hacia nosotros y preguntó: -¿Qué quieren de tomar? –Refresco de naranja. –Uno de toronja… -Namás hay Coca… -Nos dijo. –Pues Coca. –Dijimos encogidos de hombros.

Todavía con restos de cebolla, jitomate, pollo y la brisa de su tos en las manos, destapó nuestras botellas tomándolas muy cerca de la corcholata para colocarlas frente a nuestros platos. El cuello de mi botella tenía un pedacito de pollo… O de algo así, por lo que pedí inmediatamente un popote. –No hay… -¿Y servilletas? –Tampoco… -Quité el pedazo con las manos, terminé de limpiar la botella con mi playera y traté de comer sin pensar en todo lo que vi o lo que escuché. Hice acopio de toda la paciencia posible para no devolverle los tacos, el refresco y quedarme con hambre y la impotencia de estar a pocos minutos de que terminara la hora de comer, así que decidí comer y tomar mi refresco mientras disfrutaba del hermoso paisaje desértico norestense de Los Ramones… Total… Ojos que noven… Estómago que no se enferma. ¿O cómo iba ese refrán?

- el güey de junto -

4 comentarios:

Cheryl dijo...

Vaya con el señor cochinillo!
Y la de veces que uno no se da cuenta de lo que realmente se está comiendo.
Que fuerza tuviste para quedarte callado y tratar de no pensar en lo que viste. Pero en fin. Así es la vida y cuando no hay más... te conformas.

Saluditos.

MIG dijo...

Tssss que valor... yo no hubiera podido comerme esos tacos!! =S
Lo digo nuevamente... "no hay lugar como el hogar" =)

Anónimo dijo...

ew! siempre he pensado... ¿así vive y come esa gente, o sólo lo hacen con sus clientes?

Kitty♠

Rodrigo dijo...

jajaja como dice la Migajona

que valoor yo me aguantaba el hambre y chin chin...