martes, 30 de septiembre de 2008

Primera vez ( 1 )

El primer beso, el primer día de clases, la primera vez que uno se va de pinta, la primera vez que uno come tacos y huye sin pagarlos… Todas esas primeras veces son sucesos que permanecen en nuestra memoria por muchísimos años. Especialmente si son hechos formidables que cambian nuestra vida o nuestra perspectiva… O también si se trata de situaciones con tintes de clandestinidad…

A los dieciséis años, es bastante común alardear sobre todo lo posible y hasta lo imposible. Solemos jactarnos ante nuestros contemporáneos de haber hecho cosas que no sólo no hicimos, sino que sólo sabemos que existen por turbias referencias que muchas de las veces son realidades viejas condimentadas con exageraciones que rayan en la irrealidad e hilaridad… Pero cuando uno tiene la oportunidad de materializar aquellas cosas que cuando se platican no se creen, es cuando uno duda de todo y da por hecho de que si lo que se esá viviendo es real y posible, todo lo que hemos escuchado lo puede ser.

Por esos años, mi amigo Rafael y yo fuimos a un antro de mala muerte en Progreso de Obregón, Hidalgo (creo que se llamaba Calypso) el cual más bien era una bodega con bocinas, luces, mesas y sillas de calidad llanera, cosa que finalmente no nos inhibió para tratar de pasarla bien. Yo iba estrenando mi recién adquirida filosofía de “Cero alcohol”, así que mientras Rafael tomaba cerveza, yo tomaba refresco de toronja a cuentagotas, pues iba con un presupuesto limitado... Para variar.

Sacamos a bailar a un par de señoritas con quienes platicamos un rato hasta que ellas se tuvieron que ir y cuando Rafael y yo buscábamos a otro par de “chicas disponibles”, atravesamos la pista de baile y nos encontramos en una mesa a un conocido suyo y a otro señor que tomaban una botella de tequila. Estuvimos platicando con ellos; con Guillermo, el amigo de Rafael y Alberto, el señor que lo acompañaba. Después nos separamos para buscar a otras candidatas para bailar, platicar o lo que fuera.... Sin embargo, minutos más tarde Rafael recibió una llamada y tras colgar me dijo que iba a pasar por unas amigas. Me pidió que lo esperara para seguir la fiesta.

Me percaté de que los siguientes minutos pasaron casi en estampidaal notar que mi segundo y último trago de la noche amenazaba con terminarse. No tenía dinero para más bebidas y no había alguna otra fémina disponible para sacarla a bailar, ambos síntomas de que mi noche estaba por terminarse. Rafael seguramente no regresaría y yo tendría que regresar caminando a la casa, así que iba de salida cuando me encontré a Guillermo y a Alberto que también iban de salida.

-¿Y el Rafa? ¿Dónde anda? –No pues yo creo que ya no regresa, aunque dijo que ahorita venía. –Le dije a Guillermo. -Oye, vamos a ir a ver pelos, ¿Quieres venir?... –En ese momento, totalmente ajeno a una invitación de ese tipo en mi vida, no pude mas que aceptar… No me importó no traer dinero… Sólo pensaba en que todo eso de lo que un adolescente de mi edad hacía alarde, podría hacerse realidad… Al final de mi trance casi hipnótico, sólo les pedí que al finalizar la vuelta me hicieran favor de llevarme a mi casa.

Salimos del lugar tras el rechinido de un portón blanco rotulado con publicidad de una cerveza para caminar una cuadra hasta donde Guillermo tenía estacionado su auto. Subimos, inició la música y mis dos acompañantes proponían alternativas de lugares… Al final se optó por ir a “La camorra”, en el municipio de Tlahuelilpan que se encontraba a unos treinta minutos de Progreso.

-¿Traes identificación? –Me preguntó Alberto. –No. –Dije con naturalidad, como si esperara que ellos tuvieran qué lidiar con el hecho. -¿Y cuántos años tienes? –Dieciséis. –Híjole, vamos a ver si no nos la hacen de pedo en la entrada.

-Entramos al lugar con tanta naturalidad que ni siquiera me pidieron identificación. Sólo nos dieron la revisión de rigor para descartar que viniéramos armados de algo más que dinero y ganas… Entonces nos dejaron pasar bajo ese misterioso y casi lujurioso velo de luz roja que por primera vez no vi desde lo lejos. Ahora por primera vez me bañaba de esa luz que vaticinaba nuevas experiencias...

Continuará...

- el güey de junto -

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Patriotismo auténtico

Cuando yo iba en cuarto de primaria y mi hermana en tercero de preescolar, estudiábamos en una escuela particular en Guadalajara, Jalisco… Creo que se llamaba Colegio Columbia, el cual como en toda escuela del país, se celebraban las fiestas patrias las cuales se festejaban o representaban de acuerdo al presupuesto económico y a la imaginación disponible.

Ese año el programa consistió en un largo homenaje de una hora con veinte minutos en las cuales tras cantar el himno nacional, presenciamos representaciones teatrales muy sencillas sobre el grito de independencia, sobre un Pípila que se cubría la espalda con un pequeño pizarrón con un ábaco integrado en un costado y un Juan Escutia que se arrojó envuelto en papel crepé desde una vieja banca de madera pintada de azul tras gritar “¡Yuju!”…

Pese a lo improvisado del programa, los niños disfrutábamos con singular alegría el espectáculo y estábamos pendientes de todo; de lo que narraba la maestra de segundo año por el micrófono, de los sombreros de utilería que usaban los niños que actuaban, de los bigotes de peluche que tenía puesto el conserje y hasta de los avisos escritos en el pizarrón afuera de la dirección que tenía escritos avisos para la junta de padres de familia.

Para cuando el programa llegó a su fin, todos seguíamos acomodados por grupos tal cual lo hacíamos durante los honores a la bandera y así como cada lunes, alcanzaba a ver a los mismos niños sacándose los mocos, a los mismos hermanos empujándose y a mi hermana siendo el habitual foco de atención entre los niños de preescolar.

Mientras reflexionaba sobre lo que veía en el homenaje, sobre juguetes, sobre la tarea que no hice y las risas de mis compañeros de junto, la voz de la maestra que sonaba más fuerte de lo normal me sacó de concentración y todavía más el hecho de que la mayoría de los presentes gritaron “¡Viva!”… -Viva Hidalgo… -¡Viva!... -Viva Allende… -¡Viva!... -Viva Doña Josefa Ortiz de Domínguez… -¡Viva!... -Viva Aldama… -¡Viva!... -Viva Morelos… -¡Viva!... -Viva Vicente Guerrero… -¡Viva!... -¡Viva México! -¡Viva!... -¡Viva México! -¡Viva!... -¡Viva México! -¡Viva!...

-Y después de esa serie de gritos llegó la calma… Reinó un silencio que se apoderó del entorno, sólo hasta que mi hermana a todo pulmón y con la característica “sinvergüenza” de una niña de cinco años que no distingue un país de otro, gritó: -¡Viva China! –Y ante el desconcierto de los maestros, todos los demás niños gritamos “¡Viva!”…

Los maestros echaron a reír y mi hermanita tuvo la satisfacción de dar rienda suelta a su recién estrenado instinto que le decía que algo más debía gritarse y que si bien México era un país, China también lo era y merecía su grito.

- el güey de junto -

martes, 9 de septiembre de 2008

Amor de madre

Durante unos años de mi niñez cuando viví en Cuernavaca, era bastante frecuente que viajáramos el fin de semana a la Ciudad de México a quedarnos en casa de mi abuelita. Ahí me entretenía yo con mis primos y mi mamá salía de la rutina.

Ese día en especial, contando yo con tal vez siete años de edad insistí para que me compraran un juguete que consistía en una especie de pelota pegajosa de color azul translúcido que se podía dividir en dos, cual naranja partida. La dichosa pelota se adhería a prácticamente cualquier superficie lisa y era extremadamente entretenido aventarla contra la pared y verla bajar rodando -casi escurriendo- por la pared mientras dejaba un casi imperceptible rastro cristalino.

El fin de semana terminó y acorde a la ya cíclica letanía de domingo por la noche, cargados de maletas, algunos juguetes y mi mamá sosteniendo a mi hermana Lorena que apenas tendría unos tres años, bajamos los cinco pisos desde casa de mi abuelita para llegar a la planta baja y subir a nuestro Vocho naranja.

Cada vez que regresábamos de nuestro viaje de fin de semana, viajábamos casi dos horas en el carro para llegar hasta la planta baja del edificio donde vivíamos y de la misma forma en la que llevábamos las cosas de casa de mi abuelita hacia el Vocho, pero ahora de manera ascendente, subíamos siete pisos para llegar al ochocientos veinte del edificio veintitrés.

En esos momentos los escalones se iban haciendo gigantes. Los pasos pesados y los dedos enrojeciéndose por cargar las maletas, bolsas y mochilas y para rematar, yo con los ojos entrecerrados producto de la somnolencia que nos aquejaba a los niños de mi generación desde las once de la noche. Mi mamá me alentaba a no parar a descansar mientras seguía subiendo con su brazo dormido por ir cargando a Lorena mientras que con el otro brazo sostenía una maleta. Los últimos tres escalones se sentían como si conquistáramos el Everest.

Llegamos a la casa, acomodé mi maleta sin arrugar mi uniforme que mi mamá había planchado desde el viernes antes de salir de viaje y mientras mi mamá daba su típico rondín buscando cucarachas o alacranes, yo con ánimos renovados por la novedad, me puse a jugar con mi pelota pegajosa. La hice bajar rodando por los muebles, por el costado del librero, por la pared texturizada de yeso y para rematar, decidí aventarla fuerte contra el techo esperando que se pegara y poco a poco se fuera despegando para caer nuevamente en mi mano.

Lo desfavorable del asunto es que la dichosa pelota no cayó… Al menos no completa, ya que sólo la mitad se desprendió de su contraparte para caer sobre mi mano exponiendo su cara lisa… Esa cara lisa que me recordaba que había otra cara lisa de otra mitad pendiendo del techo.

Hice un drama pasional. Le expliqué de varias maneras a mi mamá lo vacía que sería mi vida si no tenía mi pelota completa, así que ella conmovida cual madre abnegada, tomó una silla, un paraguas y al subirse sobre la silla y extender su brazo sosteniendo el paraguas se dio cuenta de que para nuestra desgracia, por vivir en planta alta en un departamento con losa inclinada, la bola aún era inalcanzable por encontrarse en una de las zonas con más altura del techo…

Fue entonces que tomó un banco de plástico y lo puso sobre la silla. Me aleccionó sobre cómo detener el banco y con porte tembloroso llegó a la cima del banco sobre la silla. Cuando recuperó la confianza, lentamente se paró de puntas y extendió su brazo para alcanzar el pegoste con la punta del paraguas, pero en ese momento las patas del banco se abrieron y la osada estructura salvadora de pelotas pegajosas se colapsó…

Vi en cámara lenta cómo mi madre rasguñaba con la punta del paraguas la losa, descarapelando un poco del yeso. Fue perdiendo la vertical en sentido contrario al banco que también caía para finalmente rematar con un lastimero quejido al momento en el que su pierna y luego su costilla se embarraron literalmente en el respaldo de la silla. Cuando todo llegó a una momentánea quietud, sin dejar de mirar fijamente y con espanto a mi mamá, rompió el silencio con una especie de llanto mezclado con reproches que recuerdo vagamente… Algo sobre “¡Porqué no me detuviste!” y yo para justificar mi parálisis, me llevé las manos a la cabeza diciéndole que en su caída me había pegado con el paraguas en la cabeza… Cosa que no había sido verdad, pero que ayudó a que me dejara de regañar y me abrazara, como si hubiera una relación solidaria entre una madre y un hijo aquejados por el mismo dolor.

Para mi fortuna, durante la aparatosa caída de mi mamá, alcanzó a despegar aquella gelatina azul del techo devolviéndome mi alegría… Alegría que tuve que disimular mientras me sobaba un golpe inexistente en la cabeza y mi mamá se reincorporaba antes de salir de mi cuarto e ir a dormir…

Llegar cansada de un viaje el domingo en la noche, cargando maletas, hijos y encima ponerte a rescatar los estúpidos juguetes de tu hijo es hacer alarde de amor de madre.

¡Gracias!

- el güey de junto -

viernes, 5 de septiembre de 2008

Metrosexual

Salí de la regadera cerca de las siete con cincuenta de la mañana, escurrí el exceso de agua que tenía en el cuerpo y enseguida tomé mi toalla azul marino. Me sequé, salí del baño y entré a la recámara donde estaba mi esposa todavía recostada pero despierta, ya que se disponía a meterse a bañar.

Me miré al espejo y agradecí tener el cabello tan corto… Al grado en que no tenía ni siquiera qué peinarlo. Mientras me miraba al espejo, Aída me dijo con cierto tono acusativo: -Yo creo que tú eres metrosexual. –Yo un poco extrañado pero sin dejarme de mirar en el espejo le pregunté: -¿Tú crees? –Y fue cuando Aída soltó una carcajada para después decir: -¿¡Cómo crees!? Estoy jugando… ¡Si muy apenas te bañas!

-A pesar de la puñalada proferida a mi autoestima, no pude evitar sonreír festejando el sarcástico humor negro que he fomentado en mi adorada esposa.

- el güey de junto -

jueves, 4 de septiembre de 2008

Se me quitó la sed

Hace precisamente un par de días, justo después de terminarme mi yogurt para beber, mi media dona con glaseado sabor a maple y mi galleta de avena con pasitas, continué trabajando sobre mis pendientes.

Mis compañeros Juan Pablo y Lupita me ofrecieron traerme algo de la tienda, sin embargo les dije que no me apetecía nada, les di las gracias y me quedé trabajando.

A los diez minutos, llegaron con refrescos, una cara de complicidad cada uno y con una docena de tamales de carne de los cuales me ofrecieron para almorzar. -Bueno, nada más uno, porque acabo de desayunar. -Dije mientras los dos se sentaban compartiendo mi escritorio. Tomé un tamal, lo deshojé y me lo empecé a comer.

Cuando me estaba terminando el tamal, Lupita fue hacia su escritorio para contestar una llamada telefónica. En ese momento sintiendo un poco de sed, estiré el brazo para alcanzar mi botella de agua la cual estaba llena en una tercera parte, tal cual la había dejado el día anterior, pues tengo la costumbre de rellenar mi botella de agua en el despachador de agua fresca que tenemos en la oficina.

Le di un trago y bajé la botella. En ese momento Juan Pablo con gesto de asombro y con un tono de voz como el de alguien que no puede creer lo que está viendo me preguntó: -¿Te estás tomando esa agua? –A lo que yo, con gesto despreocupado aunque con cierta extrañeza le respondí: -Sí, ¿Por qué? –Y al decir eso, volteé a ver la botella de agua para descubrir una cucaracha gigante como de panadería nadando con singular alegría dentro de mi botella de agua…

Juan Pablo pasó del asombro y de la incredulidad hasta la risa en una forma escandalosa. Cuando llegó Lupita y le contamos lo sucedido tampoco lo podía creer… Yo todavía no lo podía creer… En ese momento le marqué a mi esposa a su celular, no por dudar sobre si las cucarachas estaban dentro de mi dieta, sino para preguntarle si debía comprar algún tipo de medicamento, purgante, laxante, vomitivo o pastillas de insecticida… -No, no hagas nada… Ya qué… A ver si no te da diarrea.

-Y heme ahí. Sentado, frente a la computadora con sensación de cosquillas en la garganta… Con la idea de que pude haber bebido un par de decenas de huevos de cucaracha que bien podrían ahora estar incubando en mis amígdalas… A ver cómo me va en los siguientes días. Sólo les comparto que por el día de hoy, se me quitó la sed.

- el güey de junto -

martes, 2 de septiembre de 2008

Desde chiquito

A los cinco años entré a tercero de kinder en una escuela particular de Cuernavaca. Ahí las jornadas eran divertidas, el material didáctico muy entretenido y los juegos del patio bastante llamativos. Sin embargo, lo mejor de tercero de kinder fue que ahí descubrí a mi segundo amor… La Miss Betty.

La Miss Betty es una mujer alta, esbelta, de cabellera rubia y abundante y con unos hermosos ojos claros. Nadie como ella para repartirnos equitativamente la plastilina, para apilar los palitos de paleta en montoncitos virtualmente idénticos y para motivar a dibujar sin salirnos de los contornos del dibujo. Es la clase de maestra que hace que las más tediosas planas de palitos y bolitas, de gusanos y de casas de campaña sean una fiesta por el simple hecho de saber que serán revisadas por ella.

Un día como otros, Miss Betty nos explicó en qué consistiría la tarea de ese día y nos dio una hoja tamaño carta de papel revolución para llevarla a cabo sobre ella.

Al día siguiente entregué mi tarea flamante y puntual. Las figuras recortadas cuidadosamente estaban pegadas sobre la hoja con tal meticulosidad que bien pudiera haber sido confundida con la tarea de la más ñoña niña de tercero de primaria. Yo me sentí muy orgulloso.

Pasaron los días y los juegos. Mañanas de hacer montañas rusas de plastilina o catapultas con palitos de paleta. Momentos de jugar con los cubos de madera y tantos otros construyendo alebrijes con las coloridas piezas de plástico que embonaban unas con otras…

El día en que la Miss Betty nos haría entrega de trabajos y tareas pasadas, recibí mi impecable tarea de recortes que había hecho junto con una gran anotación hecha por la maestra, la cual aunque yo no entendía, sí sentía que tenía rasgos que delataban una buena nota, un halago o una felicitación... Llegando a la casa mi mamá sacó la hoja y soltó una carcajada al leer el comentario que la maestra había puesto en mi tarea y que decía: “Juan Carlos: Te pedí que recortaras frutas y verduras… No esto…”.

El comentario de la maestra estaba escrito sobre la hoja, justo debajo de los recortes de Verónica Castro en traje de baño, de las hermosas rubias que modelaban lencería y alguna que otra imagen sensual recortada de las revistas de “Vanidades” de mi mamá. -¿Ya ves? Desde chiquito eres así… -Me dice ahora mi mamá cuando recordamos la anécdota.

- el güey de junto -