martes, 9 de septiembre de 2008

Amor de madre

Durante unos años de mi niñez cuando viví en Cuernavaca, era bastante frecuente que viajáramos el fin de semana a la Ciudad de México a quedarnos en casa de mi abuelita. Ahí me entretenía yo con mis primos y mi mamá salía de la rutina.

Ese día en especial, contando yo con tal vez siete años de edad insistí para que me compraran un juguete que consistía en una especie de pelota pegajosa de color azul translúcido que se podía dividir en dos, cual naranja partida. La dichosa pelota se adhería a prácticamente cualquier superficie lisa y era extremadamente entretenido aventarla contra la pared y verla bajar rodando -casi escurriendo- por la pared mientras dejaba un casi imperceptible rastro cristalino.

El fin de semana terminó y acorde a la ya cíclica letanía de domingo por la noche, cargados de maletas, algunos juguetes y mi mamá sosteniendo a mi hermana Lorena que apenas tendría unos tres años, bajamos los cinco pisos desde casa de mi abuelita para llegar a la planta baja y subir a nuestro Vocho naranja.

Cada vez que regresábamos de nuestro viaje de fin de semana, viajábamos casi dos horas en el carro para llegar hasta la planta baja del edificio donde vivíamos y de la misma forma en la que llevábamos las cosas de casa de mi abuelita hacia el Vocho, pero ahora de manera ascendente, subíamos siete pisos para llegar al ochocientos veinte del edificio veintitrés.

En esos momentos los escalones se iban haciendo gigantes. Los pasos pesados y los dedos enrojeciéndose por cargar las maletas, bolsas y mochilas y para rematar, yo con los ojos entrecerrados producto de la somnolencia que nos aquejaba a los niños de mi generación desde las once de la noche. Mi mamá me alentaba a no parar a descansar mientras seguía subiendo con su brazo dormido por ir cargando a Lorena mientras que con el otro brazo sostenía una maleta. Los últimos tres escalones se sentían como si conquistáramos el Everest.

Llegamos a la casa, acomodé mi maleta sin arrugar mi uniforme que mi mamá había planchado desde el viernes antes de salir de viaje y mientras mi mamá daba su típico rondín buscando cucarachas o alacranes, yo con ánimos renovados por la novedad, me puse a jugar con mi pelota pegajosa. La hice bajar rodando por los muebles, por el costado del librero, por la pared texturizada de yeso y para rematar, decidí aventarla fuerte contra el techo esperando que se pegara y poco a poco se fuera despegando para caer nuevamente en mi mano.

Lo desfavorable del asunto es que la dichosa pelota no cayó… Al menos no completa, ya que sólo la mitad se desprendió de su contraparte para caer sobre mi mano exponiendo su cara lisa… Esa cara lisa que me recordaba que había otra cara lisa de otra mitad pendiendo del techo.

Hice un drama pasional. Le expliqué de varias maneras a mi mamá lo vacía que sería mi vida si no tenía mi pelota completa, así que ella conmovida cual madre abnegada, tomó una silla, un paraguas y al subirse sobre la silla y extender su brazo sosteniendo el paraguas se dio cuenta de que para nuestra desgracia, por vivir en planta alta en un departamento con losa inclinada, la bola aún era inalcanzable por encontrarse en una de las zonas con más altura del techo…

Fue entonces que tomó un banco de plástico y lo puso sobre la silla. Me aleccionó sobre cómo detener el banco y con porte tembloroso llegó a la cima del banco sobre la silla. Cuando recuperó la confianza, lentamente se paró de puntas y extendió su brazo para alcanzar el pegoste con la punta del paraguas, pero en ese momento las patas del banco se abrieron y la osada estructura salvadora de pelotas pegajosas se colapsó…

Vi en cámara lenta cómo mi madre rasguñaba con la punta del paraguas la losa, descarapelando un poco del yeso. Fue perdiendo la vertical en sentido contrario al banco que también caía para finalmente rematar con un lastimero quejido al momento en el que su pierna y luego su costilla se embarraron literalmente en el respaldo de la silla. Cuando todo llegó a una momentánea quietud, sin dejar de mirar fijamente y con espanto a mi mamá, rompió el silencio con una especie de llanto mezclado con reproches que recuerdo vagamente… Algo sobre “¡Porqué no me detuviste!” y yo para justificar mi parálisis, me llevé las manos a la cabeza diciéndole que en su caída me había pegado con el paraguas en la cabeza… Cosa que no había sido verdad, pero que ayudó a que me dejara de regañar y me abrazara, como si hubiera una relación solidaria entre una madre y un hijo aquejados por el mismo dolor.

Para mi fortuna, durante la aparatosa caída de mi mamá, alcanzó a despegar aquella gelatina azul del techo devolviéndome mi alegría… Alegría que tuve que disimular mientras me sobaba un golpe inexistente en la cabeza y mi mamá se reincorporaba antes de salir de mi cuarto e ir a dormir…

Llegar cansada de un viaje el domingo en la noche, cargando maletas, hijos y encima ponerte a rescatar los estúpidos juguetes de tu hijo es hacer alarde de amor de madre.

¡Gracias!

- el güey de junto -

3 comentarios:

Anónimo dijo...

En un juguete se encuentran berridos ó sonrisas ¿qué escoge una madre?. Por una méndiga varita de harry potter en el estreno de "La orden del Fenix" estuve a punto de salirme por la pueta trasera del camión :S

Kittycienta ♥

MIG dijo...

Solo puedo decir "pobre de tu madre!!"..... pero bueno, por lo menos logro su cometido... bajar la bola del techo, todo lo que una madre hace por sus hijos vdd

Cheryl dijo...

De verdad que el amor se llega a expresar de maneras tan hermosas y que nada tienen que ver con las palabras...

Pero coincido con Mig en decir "pobre de tu mamá".

Saludos!