viernes, 28 de noviembre de 2008

Tercia de patanes ( 2 )

Continuación desde aquí...

A plena luz de día y sin una décima de grado de alcohol en la sangre las señoritas se veían diferentes. Menos interesantes por no decir más comunes, pero no le dimos importancia y después de las formalidades del saludo caminamos hacia el departamento.

Me apena decir que la luz del día nos hizo evitar ir abrazados de las señoritas que si bien no las consideramos tan poco agraciadas, pensamos que no era conveniente irlas presumiendo por nuestros rumbos, así que con paso disimuladamente acelerado llegamos pronto al departamento y empezamos a platicar hasta que pronto llegó la hora de la comida.

Oswaldo hizo gala de habilidad preparando la pasta con su toque de hojas de laurel y aceite de oliva y yo la boloñesa con su pizca de orégano, pimienta blanca y chorizo estilo Cantimpalo. Jorge en su papel de anfitrión, aprovechó para no hacer nada en la cocina y se quedó platicando con ellas, aunque al final le tocó poner la mesa. Nos esmeramos cocinando, sazonando y sin sonar presuntuoso puedo asegurar que el espagueti a la boloñesa que preparamos se veía y sabía muy bien. Lo servimos en los seis platos, pasamos a la mesa y como niños pequeños, Oswaldo y yo esperábamos una muestra de atención hacia el platillo, algún comentario sobre lo agradable que resulta que un hombre sepa cocinar o algo por el estilo, pero esperamos en vano. Las tres comieron el platillo como si fuera sopa de fideo de fonda corriente servido en plato de plástico.

Terminando de comer, saqué la guitarra y me puse a tocar, así que pese al desaire que sufrimos Oswaldo y yo ante la indiferencia de las chicas hacia nuestro arte culinario, el ambiente se empezó a poner romántico. Después de decirle algo en voz baja, Jorge se llevó a su pareja a su cuarto entre risas y miradas de complicidad. Instintivamente Oswaldo y yo hicimos lo mismo.

La siguiente hora transcurrió con cada pareja en una habitación entre caricias, besos, manos aquí, labios acá, risas, piel erizada y uñas surcando la piel de la espalda… Pero sin llegar al sexo explícito. Aunque debo aclarar que el hecho de que la ropa siguiera ahí no era por mi iniciativa. Al contrario. Yo lo último que quería era que la ropa estuviera ahí estorbando y aunque no la pude convencer de darme ese gusto, nos la estábamos pasando bien.

Supe que ella estudiaba Biología, que iba en séptimo semestre, que le gustaba salir a bailar y que le gustaba de todo tipo de música. Ella supo que yo estudiaba arquitectura, que sólo bailaba en defensa propia y que era melindroso con ciertos géneros musicales. Seguíamos con nuestra plática de elevador cuando de pronto proveniente de la habitación contigua escuchamos la voz de la pareja de Oswado que decía entre risas: “Qué onda sister… ¿Estás ocupada?” Y desde el cuarto de Jorge se escuchó: “Más o menos sister… ¿y tú?”… Entonces nosotros nos echamos a reír y entendimos que no éramos los únicos que estábamos vestidos ni ella la única cohibida por la falta de una buena puerta.

Cuando nos dimos cuenta los seis estábamos platicando entre nosotros como si el ver simultáneamente hacia el techo nos conectara. Hablábamos en voz alta y reíamos aunque mis primos y yo entendíamos que el sexo tendría que esperar. Conforme la plática seguía nosotros recuperábamos compostura y nuestras manos regresaban a lugares más decorosos.

La “novia fugaz” de Jorge rompió el aislamiento yendo a tomar un vaso de agua a la cocina. Poco a poco los demás volvimos a la sala, platicamos otros minutos y cuando llegó la hora de que se fueran a sus casas no las tratamos de persuadir a que se quedaran ni las acompañamos a sus casas… Sólo las dejamos abajo del edificio hasta que subieron a un taxi y nunca más las volvimos a ver. Mientras el taxi se alejaba, nosotros como buenos patanes de dieciocho años nos divertíamos comentando que la compañera de Jorge parecía secretaria de oficina de escasos recursos, la de Oswaldo vendedora de flores y la mía parecía despachadora de tortillería.

Cinco días después por una llamada de Jorge a la chica que lo había acompañado, se enteró de que las tres querían que las acompañáramos a un reconocido antro de buena fama, cosa que Jorge rehusó con un par de pretextos y mentiras. Me dijo divertido: “¡Cómo ves! ¡Nos han de querer llevar para presumirnos!” y entre risas y comentarios a la orden de “Se tragaron el espagueti como puercos que no ven lo que comen” dimos punto final al asunto ya no supimos nada más de ellas, aunque en el fondo sabíamos que no había nada de qué enorgullecerse, pues más allá del hecho de que de noche todos los gatos son pardos, todos sabemos que con la vara que mides algún día serás medido.

- el güey de junto -

jueves, 27 de noviembre de 2008

Tercia de patanes ( 1 )

Cuando vives solamente con un primo, ir de cacería sabiendo que tienes un departamento dispuesto a todo es motivador. Pero cuando otro primo tuyo llega de visita, esas salidas toman tintes más interesantes y los resultados pintan más prometedores... Esto sucedió en Cuernavaca por ahí del año dos mil uno.

-¿Entonces a dónde llevamos a Jorge para darle su bienvenida? -No se, para variar hay poca lana, así que tendríamos que ir a algo más populachero... -Contesté a mi primo Oswaldo. -¿Como al Calabozo? -Sí, a ver si encontramos chavas que valgan la pena en ese bar Kareoke. -Entonces habrá qué llegar temprano para que no nos ganen a las más pasables. -Sentenció Oswaldo.

A las diez de la noche estábamos bajando del camión y fuimos hacia la entrada del lugar. Después de la respectiva revisión de rigor, el tour del mesero guiándonos hacia nuestra mesa y después de revisar la carta y elegir invariablemente la bebida embriagante más económica del lugar (cerveza), pusimos manos a la obra. Como si se tratara de un regimiento de aviones de caza, cada uno tomó una ruta estratégica para peinar el lugar y converger en un mismo punto para darnos los pormenores del lugar:

-Hay pocos grupos de chavas solas y hay un grupo de cuatro que están dos dos... Al menos les vi “buen lejos”, así que es cosa de ver si se hace o no. –Terminó diciendo Jorge con seguridad.

Dejamos pasar unos minutos que aprovechamos para tantear el terreno, buscar contacto visual, tomar yo el micrófono para cantar Santa Lucía y de pronto acordamos que era momento de nombrar a un embajador para ir a hacer el primer contacto. Después de deliberar, Jorge se puso de pié y se acercó a las cuatro damas de la mesa del fondo. Intercambiaron palabras, miradas, vimos cómo Jorge a lo lejos nos señaló a nosotros y como si de su dedo provinieran hilos de marioneta articulados a las narices de las cuatro, voltearon a vernos a Oswaldo y a mí, que para entonces ostentábamos ademanes de hombres de mundo que degustan un fino licor mientras hablan de la Bolsa de Valores.

Jorge nos hizo una seña con la que nos dijo que todo estaba hecho. Fuimos con ellos, ellas se pusieron de pié y pasamos a la pista a bailar. Al pasar la pista, cada quién asumió que a quien tenía enfrente sería su pareja… Bueno, casi, porque ellas eran cuatro y nosotros tres, y porque finalmente decidimos bailar en forma que visto desde arriba a veces parecería un círculo perfecto y a ratos una línea. Como una boca que se abre y cierra y en un momento nos ponía a cada uno de nosotros a bailar con una, después con una y media espalda de otra, luego con dos y en ocasiones con una y un cuarto de cadera de otra.

De inmediato noté que la chica que geográficamente me correspondía sólo a mí por estar los dos a la orilla, volteaba mucho hacia atrás, motivo que de inmediato quedó aclarado al hacerme saber que ahí estaba su novio con sus amigos, que estaban peleados, que la habían seguido o algo así. El punto es que cuando pensé que todo se iba al caño cuando dijo que iba a ir con él para no armar problemas, llegó su relevo y entonces sí, después de una breve reorganización cada oveja con su pareja.

Cuando nos sentamos en la mesa de ellas, empezamos a platicar y después de un rato de “Mira, yo…” “Y me gusta…” “Y por lo regular yo…”, Oswaldo y yo vimos con sorpresa que mi primo Jorge ya se estaba besando con su pareja, cosa que Oswaldo y yo le aplaudimos en forma de gestos levantando las cejas mientras telepáticamente nos decíamos: “Mira a ese güey… Nosotros como locales no debemos quedarnos atrás”.

Y entonces como si se tratara de una carrera, Oswaldo y yo decidimos aplicarnos para vernos en las mismas circunstancias. Yo tomé de la mano a la señorita que estaba conmigo, empecé a hablarle un poco más cerca del oído y cuando pensé que estaba todo listo para emparejarme con las habilidades de Jorge, volteé a mi izquierda y vi a Oswaldo besándose con su pareja, así que me desesperé, me salí de mi plan persuasivo y rompí la pasividad con un beso que fue bien correspondido.

El resto de la velada se concentró en besos, caricias, plática más personal, en persuadirlas de continuar la velada en mi departamento y en escuchar que no podían, que tenían los permisos bien medidos y que tendríamos qué vernos al día siguiente.

Cuando nos dijeron que tenían que irse, las acompañamos a la salida y el plan era simple. Sugirieron dividir la cuenta en seis partes iguales y tras pagar cada quién se iría por su lado y nos veríamos el día de mañana cerca del departamento para invitarlas a comer. Cuando estábamos por decir adiós y dar el último beso de la noche, Jorge dijo “Si quieren las acompañamos a su casa” y los cinco dijimos “¿En serio?” Sólo que mientras las tres jóvenes lo dijeron en voz alta mirándonos con gesto agradecido, Oswaldo y yo lo dijimos en voz baja o más bien sólo lo pensamos con tono incrédulo mientras que con la mirada le recriminábamos a Jorge su desconsideración hacia nuestros escasos fondos, pero el ofrecimiento ya estaba en la mesa y era peor retractarnos que pasar penurias económicas.

Paramos un taxi y después de casi hora y media de camino y noventa pesos de aquel entonces y de llevar a cada señorita a su casa llegamos los tres al departamento refunfuñando por la tarifa del taxi y por la mala fortuna de que las tres vivieran tan lejos entre sí, pero también haciendo planes para el día siguiente antes de irnos a dormir.

Al despertar hicimos cálculos: Tres parejas y tres recámaras. Lo que no embonaba era que sólo el cuarto que le tocaba a Jorge tenía puerta que aunque esta ya no abría y cerraba bien, podía cumplir con su trabajo de dar privacidad. Oswaldo y yo tuvimos que ser creativos, así que mientras yo clavaba tachuelas en la pared para improvisar un tendedero y colgar una sábana, Oswaldo aprovechó el tubo en el que hacía ejercicio y que estaba empotrado justo en el marco donde iba la puerta de su recámara.

Para celebrar la improvisación de mi “puerta” di un brinco a la cama y entonces justo a caer surgió una nueva preocupación, ya que en lugar de escucharse exclusivamente mi impacto contra el colchón, se escuchó un sonoro rechinido… Entonces recordé que en la mudanza me habían robado unas botas dentro de las cuales guardé una bolsa de plástico con los tornillos que servían para armar la base de mi cama. Las tablas de la cama estaban simplemente apoyadas sobre cajas y revistas viejas y como consecuencia la cama rechinaba en exceso. Era algo que tenía qué solucionar de inmediato, pues la falta de puerta y el intenso rechinido podría cohibir a la susodicha y arruinar todo el plan.

Salí corriendo a la ferretería sólo para encontrarla cerrada, así como las otras tres que había en la colonia. Fui al supermercado y como ahí tampoco encontré tornillos como los que necesitaba llegué resignado a la casa y cuando estaba por meterme a bañar, vi el tendedero en el patio de servicio y todo tomó forma dentro de mi cabeza: Puse trapos y toallas entre las uniones de cada tabla y pasé cordón de tendedero a través de las perforaciones por donde debían pasar los tornillos, hice varios nudos para asegurarlos y el resultado fue perfecto. Brinqué en la cama, me acosté, me paré, me volví a acostar y hasta imité peculiares movimientos pélvicos a modo de prueba de fuego y el veredicto fue el mismo: Insonorización perfecta.

Me bañé y me vestí en tiempo record. Salimos los tres primos al punto de reunión que convenientemente era una farmacia cerca de donde vivía, pues nos surtimos de parque y cuando nuestros bolsillos estaban repletos de látex nos paramos sobre la banqueta y estuvimos al pendiente por si las veíamos llegar. Cinco minutos después las tres bajaban de un taxi justo frente a nosotros. A plena luz de día y sin una décima de grado de alcohol en la sangre las señoritas se veían diferentes. Menos interesantes por no decir más comunes, pero no le dimos importancia y después de las formalidades del saludo caminamos hacia el departamento...

Continuará...

- el güey de junto -

sábado, 8 de noviembre de 2008

¡Y que me cortan la cola! ( 3 )

Continúa de aquí...

¡No!, ¿Cómo cree? No daría tiempo usando pura anestesia local. Va a ser raquea. –Ay no… -Dije con voz trémula. –No se preocupe, le voy a poner un tranquilizante. Ahorita vuelvo.

-Me resigné. Me quedé boca abajo mirando el monitor de signos vitales al que estaba conectado por medio de una pincita colocada en mi dedo y de inmediato escuché pasos. Volteé y reconocí al Cirujano que me había revisado días antes, quien me saludó sonriente: -¿Listo? –Sí… Oiga Doctor, me dijeron que la anestesia va a ser raquea… -No, le voy a decir a la anestesista que la ponga local. –Oiga me ayudaron a rasurarme, espero que no sea necesario rasurar más… -A ver... –Dijo mientras abría la bata y dijo: -¡Muy bien compadre! ¡Quedaste como pa película porno! –Y mis nervios me hicieron participar tímidamente con las carcajadas del resto del personal que ya se encontraba para entonces en el quirófano.

-Lili, póngale local. -¿Local? Oiga, pero ¿le dará tiempo de terminar?Sí, Usted no se preocupe. –Y en ese momento, su despreocupación, su estúpido chiste sobre mi trasero rasurado con calidad de pornstar y su plática informal con el resto de la gente del quirófano me hicieron dudar de la capacidad del Doctor... Me lo imaginé dándome un golpe con un tubo en la cabeza para noquearme en caso de que estuviera pasando el efecto de la anestesia local, pero ya era demasiado tarde... Me sentía adormilado por el tranquilizante que Lili puso en la línea que me habían canalizado minutos antes.

Esperaba sentir la inyección de la anestesia local, el bisturí cortando mi piel que según palabras de conocidos míos se sentiría como si me estuvieran pasando un pincel mojado con agua fresca, pero no sentí nada. Ni bisturí, ni inyección, ni el tiempo ni nada. De pronto sentí que recuperé lucidez, según yo a pocos minutos de iniciada la operación y vi que todos salían del quirófano. Yo bastante más alegre de lo habitual, como si estuviera bajo el efecto de cuatro cervezas pregunté: –Doctor ¿qué pasó? –Ya acabamos, compadre. –¿Y de qué tamaño era el quiste? –Como del tamaño de un limón. –Oiga doctor… -¿Qué pasó? –Gracias… -No hay de qué, compadre.

-Pecho-tierra me pasé a otra camilla. Bueno, más bien pecho-sábana, porque tierra era lo último que necesitaba mi herida que dejaron abierta para que cerrara de adentro hacia fuera. Recorrí pasillos del hospital en la camilla que empujaba un paramédico, sintiéndome Superman volando horizontal con respecto al piso. Llegamos a un cuarto donde me dejaron esperando unos segundos hasta que vi que me pusieron un plato con comida frente a mí, aunque no tan cerca como para poderlo tomar con mis manos.

-¡Hola Amorcito! ¿Cómo te fue? –¡Bien! –Le respondí a Aída cuando pude reconocer su voz. –¿Me acercas ese plato? –Ah, si tienes hambre entonces no estás tan mal… -Y todavía boca abajo, cuando me acercó el plato le quité el plástico transparente que cubría la comida y devoré la ensalada, el pollo con papas, el arroz y hasta las galletas Marías que se llenaron de la salsa del guisado de pollo. –Oiga, acaba de salir de operación y come que da gusto, ¿eh? –Dijo una enfermera que pasaba por ahí. –Sí, así es él. –Dijo Aída con una mezcla entre orgullo y pena. Cuando me terminé la comida Aída me acercó la bolsa con mi ropa y me dijo que era hora de irnos y yo con una sonrisa de oreja a oreja y todavía animado en exceso por el efecto de la anestesia pregunté cual niño pequeño que si no nos podíamos quedar otro rato… -No, ya pasó mucho rato, estuvo larga la operación, ¿eh? Para lo que te hicieron, no era para tres cuartos de hora. –¿Tres cuartos de hora? A mí me parecieron cinco minutos a lo mucho.

-Salí de la clínica caminando lentamente del brazo de mi suegra y vi que Aída para entonces ya estaba en el carro frente de la salida. Como no debía viajar sentado para no correr riesgo de infección, decidí acostarme boca abajo en el que me pareció un microscópico asiento trasero de un Ford KA, pues cuando pude dejarme caer, mis rodillas estaban tocando un extremo del asiento y mi nariz el otro. “Hasta parece secuestro express”, les dije cuando arrancamos hacia la casa. Cuando llegamos, subí las escaleras sin separar las rodillas y me dejé caer boca abajo sobre la cama para empezar a vivir mi convalecencia: Dormir boca abajo, comer boca abajo, trabajar y entretenerme con mi Laptop boca abajo y agarrarme de una toalla enredada en el toallero con una mano y apoyarme del tanque del excusado con la otra cuando quería ir al baño... ¡Caray! ¡Y todo por un triste pelo al que le dio la gana crecer hacia dentro!

- el güey de junto -

viernes, 7 de noviembre de 2008

¡Y que me cortan la cola! ( 2 )

Continúa desde aquí...

Me miré al espejo antes de ir a dormir y me fui a acostar sin que los nervios se manifestaran todavía…

Desperté veinte minutos antes de que sonara el despertador, me metí a bañar y me lavé cuidadosa y dedicadamente cada centímetro cuadrado de piel. Al salir del baño me vestí, bajé a la cocina, abrí el refrigerador, vi todo lo que no podía qué comer por tener qué llegar en ayunas a la operación y sin embargo moría de hambre. Cincuenta y cinco minutos después de cerrar el refrigerador ya estaba yo en la recepción de la clínica mostrando un papel a una señorita que me dijo: "Espere en aquellas sillas un momento. Yo le hablo en un par de minutos".

Cuando ese par de minutos se convirtieron en once, escuché mi nombre, me puse de pié, pasé junto con otras dos personas que habían sido nombradas al mismo tiempo que yo y como si nos estuvieran equipando para ir a la guerra nos dieron a cada uno una bolsa con provisiones de supervivencia: Una bata, un par de algo que parecían bolsas hechas del mismo material de la bata para calzar como si fueran pantuflas y direcciones de dónde pasar a cambiarnos.

Entre a un pequeño cubículo, me desvestí rápidamente, me puse la batita ridícula y luego intenté guardar mis pertenencias en la bolsa… Y digo “Intenté” porque lo que me dijeron que era una bolsa, no parecía más que un cuadro de plástico transparente. Abrí la puerta del cubículo y tímidamente llamé a la enfermera que nos había dado “el equipo” y le comenté del incidente. Ella con cierto gesto de impaciencia tomó el plástico, lo frotó vigorosamente y ante mi expresión de extrañeza que le provocó una sonrisa me demostró que sí era una bolsa, que simplemente no había sabido despegarla.

Salí de ahí con una mano sosteniendo mi bolsa que contenía mi ropa pulcramente doblada y con la otra sosteniendo la bata para que no se abriera de par en par por la parte de atrás. Instintivamente me paré cerca y de espaldas a la pared y cuando las otras dos señoras salieron de sus cubículos hicieron lo mismo que yo, hasta que otra enfermera nos pidió que la siguiéramos.

Ahí íbamos los tres caminando, intimidados por las ráfagas de viento que se nos colaban por debajo de la bata y por el frío suelo que íbamos pisando sin más protección que la telita del remedo de pantuflas que nos dieron. Finalmente llegamos a una sala donde habían dos personas en cama, frías bancas de metal, atriles para sostener suero, biombos y cosas por el estilo las cuales yo escudriñaba con detenimiento para matar el tiempo, hasta que me sacaron de trance: -A ver, deje le pongo la aguja para el suero. –Este… ¿A-aguja? –Sí, ¿no me diga que le tiene miedo a las agujas? –Pues, sí le digo… ¿Es muy necesario el suero? –Sí, porque si tenemos qué administrarle un medicamento durante la operación lo hacemos a través de esa línea. –Híjole y de necesitarlo, ¿no me podrían poner eso hasta entonces? –No, señor. Además no duele. Es un piquetito nada más… En todo caso es más dolorosa la raquea que le van a poner. –Pero el Doctor me dijo que no iba a ser raquea, que iba a ser local. –¡No!, ¿Cómo cree? No daría tiempo usando pura anestesia local. Va a ser raquea.

-Conforme la mano de la enfermera se iba acercando a la mía, me fui poniendo pálido y tuve un mareo muy fuerte. Sin querer, me empecé a escurrir por el respaldo de la banca y sólo escuché que la enfermera gritó: -Mirna, ¿tienes camillas a la mano? Este señor se va a desmayar y no va a poder llegar caminando al quirófano… -Y de pronto escuché las llantitas de la camilla, me paré lentamente y me recosté sin importar que la maniobra me pudiera descubrir mis partes pudendas. Sólo extendí la mano, sentí un ligero piquetito y escuché: “¿Ya vio? Fue todo”. E instantes después ya iba yo sobre la camilla en movimiento, viendo lámparas, cirujanos, enfermeras y asistentes yendo de un lado a otro hasta que llegué al quirófano. No podía parar de pensar en la raquea, en el sonido que hace la aguja al abrirse paso entre los cartílagos que separan las vértebras según la versión de mi papá vía telefónica la noche anterior…

-Ruédese. –Me dijo una voz de mujer mientras que con la mano me hizo señas de cómo rodas rodar de la camilla a la plancha. –Nada más tenga cuidado con la manguerita del suero. Yo voy a ser su anestesista. –Oiga, ¿verdad que es anestesia local lo que va a usar? –Y como si escuchara una reproducción grabada de hace unos minutos, dijo: –¡No!, ¿Cómo cree? No daría tiempo usando pura anestesia local. Va a ser raquea. –Ay no…


-Continuará...

- el güey de junto -

jueves, 6 de noviembre de 2008

¡Y que me cortan la cola! ( 1 )

Hace unos tres años estaba harto de un granito que me salía seguido justo en la región sacra de la espalda… O dicho en una forma menos propia; justo arriba de donde termina la raya que divide el trasero por la mitad.

La sensación de tener un granito infectado era sumamente molesta, especialmente durante los entrenamientos de Kung-Fu al momento de hacer flexiones o abdominales acostado sobre el piso, sin embargo me las arreglaba para capotear la molestia.

Un día durante una plática, mi papá me dijo que seguramente no era un granito, sino un quiste y que a mi primo Raúl lo habían operado de lo mismo. Yo no estaba convencido del veredicto que sonaba bastante aparatoso como para tener síntomas de grano en la cola, sin embargo decidí salir de dudas e ir a consultar a la clínica del Seguro Social.

-¿Y dice que el dolor es esporádico? –Sí, Doctor. Va y viene por temporadas, pero últimamente es más frecuente. –A ver, déjeme revisarlo. –Sí. –Descúbrase… -Está bien. –Inclínese y separe sus glúteos. –Para ese entonces yo ya había repasado mentalmente todos los chistes de proctólogos que me sabía y por alguna razón imaginaba lo peor: El sonido del elástico de un guante de látex ajustándose con dificultad sobre una grande, tosca y masculina mano, pero en vez de ese sonido escuché al doctor hablar: –Sí, es un quiste pilonidal. Le voy a dar cita con el cirujano para que valore y de ser necesario programar la cirugía. –¿Quiste pilo qué?...

-Yo todavía no acababa de asimilar que lo que yo había percibido como un grano en realidad era un triste pelo al que le dio la gana crecer hacia dentro de mi piel, para formar con el paso de los meses una maraña que terminó convirtiéndose en una cápsula que ahora había qué sacar. Supe que hombres caucásicos de veinte a treinta años y con mucho vello somos los más propensos a generar uno y aunque renegué de cada uno de los pelos que tengo y nunca pedí, no había nada qué hacer.

Mi cita con el cirujano fue similar a la que tuve con el médico general: Buen día, ¿Cuál es su nombre?, Descúbrase, empínese, ¿Quiere que le diga palabras bonitas?, No se preocupe, soy un profesional… A los veinte minutos ya tenía yo un pase a quirófano programado para dentro de ocho días, una lista de antibióticos qué tomar desde tres días antes de la operación, un pase para análisis de laboratorio preoperatorios y una recomendación: “Le sugiero que venga con el área rasurada, porque si no, las enfermeras lo tendrán que rasurar y a veces son un poco toscas”. ¡Caray! ¡Qué poder de convencimiento! Siendo así, más me valía llegar con pompis rasuradas que salir con pompis tasajeadas.

-Oiga y ¿Qué onda con la anestesia? –Va a ser local –¿No me pueden dormir completo? –No, para nada, no es necesario. En todo caso te pondríamos raquea. –¿Y eso qué es? -Es una inyección que va en la parte baja de la espalda, justo entre dos vértebras y te duerme de la cintura para abajo, pero no tiene caso. Genera mareos, es más dolorosa, etcétera. Mejor te ponemos local. –Me sentí aliviado de saber que sería anestesia local después de saber en lo que consistía la otra opción.

Le comenté a mi novia sobre lo que me dijo le Doctor, sobre la anestesia, sobre el procedimiento, día y hora de la operación y le pedí ayuda con la rasurada, a lo que me respondió que sí, pero que aprovechando la experiencia que su mamá había adquirido como enfermera hace casi treinta años, lo harían entre las dos.

Y ahí estaba yo la noche antes de la operación. Con mi futura esposa y mi futura suegra sentadas a un lado mío, que estaba boca abajo con rabo al aire. Después de carcajadas, comentarios como “Estás bien peludo”, “Trae mejor la podadora”, “No sabía que eras de barba partida” y demás cosas que ya veía venir, sentí el toque suave fresco de la espuma para rasurar y luego el rastrillo que al principio se deslizaba con dificultad, poca precisión y lentitud.

Poco después, tras el fallido intento de Aída y con un relevo, su mamá resultó más diestra con el rastrillo… Seguramente era gracias a su experiencia previa en hospitales y a haberse acostumbrado a contener la risa por tener a su futuro yerno en tan “poco decorosa” situación. Ahora el rastrillo se deslizaba con mayor decisión y contundencia y unos minutos más tarde escuché: “Hicimos lo que pudimos”.

Cuando la mitad de mi trasero quedó suavecito como el de un bebé, supe que estaba todo listo para el día de siguiente… Me miré al espejo antes de ir a dormir y me fui a acostar sin que los nervios se manifestaran todavía…

Continuará...

- el güey de junto -

martes, 4 de noviembre de 2008

Submarinos

Sin intenciones de causar lástima ni de sonar repetitivo, (aunque el resto de mis textos induce a creer lo contrario) el contexto de esta crónica se ubica alrededor de mis quince años, cuando vivía en una total austeridad económica, ya que fueron los primeros meses después de que mis papás se mudaron a otro estado y yo me quedé viviendo en Cuernavaca a expensas del raquítico sueldo de mi primer empleo y una módica ayuda económica semanal por parte de mis papás.

Invariabilidad… Monotonía… Palabras así describirían mi dieta diaria de aquel entonces (y unos tres o cuatro años después), ya que el pequeño margen de maniobra económica y escaso tiempo disponible para cocinar requerían de sintetizar el día a día en fórmulas que sólo se alteraban sustituyendo eventualmente algún “ingrediente”…

Todos los días al levantarme, un plato del mismo cereal barato. Todas las mañanas en el bachiller unos Submarinos Marinela y agua del bebedero. Todas las tardes en el trabajabo, pollo Kentucky, puré de papas y ensalada traído a domicilio. Todos los días a media jornada una bolsa de Cheetos. Todas las noches una sopa instantánea.

Lo estricto de mi dieta iba en proporción a la exactitud con la que Marinela, Kentucky y Sabritas dosificaban sus productos y aunque el cereal era servido por mí, siempre lo hacía procurando llegar a la misma marca del plato. Esas dosis estaban calculadas cuidadosamente para llegar aunque fuera de panzazo a mi nivel de saciedad y era por eso que la idea de reducir alguna cantidad implicaba quedarme con hambre el resto del día.

Una mañana a la hora del descanso en el cual tenía lugar mi ritual de comerme mis Submarinos, abrí con ansias la bolsita de plástico que contenía mi ración. Mi amigo Hugo que me acompañaba en ese momento me dijo angustiado que no traía dinero ni algo para comer. Se le quedó viendo a mis submarinos cual niño pobre que no ha comido en días y ve tras una ventana a unos niños malcriados comiendo una pizza y sin dejar de verlos fijamente me dijo: -¿Me das uno? –Me sentí mal tras sentir mi primer impulso de negarle una parte importante de lo único que tendría para comer de ahí a la tarde, sin embargo la cara que tenía, el tono en el que lo preguntó y sobre todo la amistad que había entre nosotros me arrancó un gesto de generosidad y solidaridad. –Claro, agarra. –Hugo tomó un submarino, se lo acercó a la boca, lo detuvo frente a él, me volteó a ver y ante mi atónita mirada lo dejó caer e inmediatamente después lo pisó. –¡Qué te pasa güey! -¿De qué? -¿¡Cómo que qué!? Ves que casi no traigo para comer y tiras mi pinche submarino. –No, tú me lo regalaste y yo puedo hacer lo que yo quiera con él. –¡Ya ni la friegas, cabrón! –Era broma güey, no te enojes… Ven te invito unos tacos… Eso si es un desayuno, no que tus pinches submarinos…

-Al menos el coraje me valió un rico desayuno y afortunadamente el susto no me causó diarrea, porque con lo caros que están, hubiera sido una pena haber tirado esos tacos antes de tiempo…

- el güey de junto -