martes, 4 de noviembre de 2008

Submarinos

Sin intenciones de causar lástima ni de sonar repetitivo, (aunque el resto de mis textos induce a creer lo contrario) el contexto de esta crónica se ubica alrededor de mis quince años, cuando vivía en una total austeridad económica, ya que fueron los primeros meses después de que mis papás se mudaron a otro estado y yo me quedé viviendo en Cuernavaca a expensas del raquítico sueldo de mi primer empleo y una módica ayuda económica semanal por parte de mis papás.

Invariabilidad… Monotonía… Palabras así describirían mi dieta diaria de aquel entonces (y unos tres o cuatro años después), ya que el pequeño margen de maniobra económica y escaso tiempo disponible para cocinar requerían de sintetizar el día a día en fórmulas que sólo se alteraban sustituyendo eventualmente algún “ingrediente”…

Todos los días al levantarme, un plato del mismo cereal barato. Todas las mañanas en el bachiller unos Submarinos Marinela y agua del bebedero. Todas las tardes en el trabajabo, pollo Kentucky, puré de papas y ensalada traído a domicilio. Todos los días a media jornada una bolsa de Cheetos. Todas las noches una sopa instantánea.

Lo estricto de mi dieta iba en proporción a la exactitud con la que Marinela, Kentucky y Sabritas dosificaban sus productos y aunque el cereal era servido por mí, siempre lo hacía procurando llegar a la misma marca del plato. Esas dosis estaban calculadas cuidadosamente para llegar aunque fuera de panzazo a mi nivel de saciedad y era por eso que la idea de reducir alguna cantidad implicaba quedarme con hambre el resto del día.

Una mañana a la hora del descanso en el cual tenía lugar mi ritual de comerme mis Submarinos, abrí con ansias la bolsita de plástico que contenía mi ración. Mi amigo Hugo que me acompañaba en ese momento me dijo angustiado que no traía dinero ni algo para comer. Se le quedó viendo a mis submarinos cual niño pobre que no ha comido en días y ve tras una ventana a unos niños malcriados comiendo una pizza y sin dejar de verlos fijamente me dijo: -¿Me das uno? –Me sentí mal tras sentir mi primer impulso de negarle una parte importante de lo único que tendría para comer de ahí a la tarde, sin embargo la cara que tenía, el tono en el que lo preguntó y sobre todo la amistad que había entre nosotros me arrancó un gesto de generosidad y solidaridad. –Claro, agarra. –Hugo tomó un submarino, se lo acercó a la boca, lo detuvo frente a él, me volteó a ver y ante mi atónita mirada lo dejó caer e inmediatamente después lo pisó. –¡Qué te pasa güey! -¿De qué? -¿¡Cómo que qué!? Ves que casi no traigo para comer y tiras mi pinche submarino. –No, tú me lo regalaste y yo puedo hacer lo que yo quiera con él. –¡Ya ni la friegas, cabrón! –Era broma güey, no te enojes… Ven te invito unos tacos… Eso si es un desayuno, no que tus pinches submarinos…

-Al menos el coraje me valió un rico desayuno y afortunadamente el susto no me causó diarrea, porque con lo caros que están, hubiera sido una pena haber tirado esos tacos antes de tiempo…

- el güey de junto -

2 comentarios:

Cheryl dijo...

Jajajaja me imagino la angustia y el odio que sentiste por tu amigo en el preciso momento que solto tu tan preciado submarino al piso ahhh!

Pero que bueno que todo tuvo un final feliz! Supongo que después de tanta dieta tan estricta te debes conservar delgado jiji.

Saluditos!

P.D. Me sentía abandonada ehhh!

MIG dijo...

Chin!!.... que mala onda eso de tirar tu submarino, afortunadamente su intencion era buena... jeje... saludos =)