Habíamos planeado desde hace más de un mes aquel viaje al cañón de Matacanes, de hecho los planes empezaron justo después de haber ido un mes antes con guía y en un grupo más numeroso. Ese fue mi primer descenso en Matacanes, el segundo de Iván y el cuarto de su hermano mayor, Erick.
Un grupo de primerizos con un guía experto y equipo descienden Matacanes en aproximadamente nueve o diez horas de un recorrido que inicia con un rapel de treinta metros de altura y a partir de ahí caminatas junto al río, caminatas dentro del río, nadar dentro del río, brincar desde cascadas o piedras que van desde los dos hasta los cuatro o cinco y comer cacahuates de vez en cuando. Después de unas tres horas de eso, se llega al segundo y último rapel de veinte metros que te deja dentro de una cueva. Entonces se puede decir que ya llevas la tercera parte del trayecto y de ahí en adelante el recorrido sigue siendo igual de emocionante con el adicional de que ahora hay saltos al agua desde alturas mayores que llegan hasta los doce metros.
La diferencia de este nuevo viaje que estábamos planeando es que iríamos sólo los tres, sin guía y desde abajo hacia arriba. Sin guía por falta de dinero y de abajo hacia arriba sencillamente porque no conocíamos las brechas que nos llevaban a aquel punto después del segundo rapel y desde donde podríamos descender sin necesidad de equipo especial. En resumen, se trataba de ir contra la corriente desde el final del trayecto típico hasta llegar a aquella cueva de la cual sólo puedes salir ascendiendo si llevas equipo para escalar.
Una semana antes compramos nuestro equipo. Chaleco salvavidas, cascos y guantes. Nos hubiéramos visto profesionales de no ser por que sólo pudimos pagar cascos económicos para ciclista, chalecos salvavidas de los que venden en los supermercados y guantes de lycra con huella de latex que usan para limpieza ruda, o dicho en términos menos rimbombantes, guantes de los que se usan para lavar los trastes pero que no son rojos o amarillos, sino de un gris que daba lugar a la duda de quienes nos los veían puestos.
El día del viaje estábamos a las cinco y media de la mañana el Walmart comprando los víveres: Latas de atún, salchichas y queso empacado al vacío que vendría a complementar los cacahuates, chocolates y sándwiches que ya llevábamos. También compramos botes de plástico que se nos antojaron como herméticos para llevar nuestro modesto botiquín y una lámpara que después recordaría haber dejado en casa.
Salimos de ahí y después de poco más de dos horas de camino, ya estábamos en aquel lugar llamado “Las adjuntas”, entre campamentos, piedras, camionetas y Jeeps que probaban sus atributos de todo terreno. Ese era el punto de partida. Estacionamos la camioneta cuando eran poco más de las ocho de la mañana y sobre el cofre extendimos nuestro equipo para empezar a empacarlo, sellarlo y distribuirlo entre nosotros tres. Ahí estábamos sirviendo los cacahuates dentro de botellas de agua vacías que ayudarían a mantenerlos secos, haciendo pruebas de inmersión y hermeticidad a los botes que llevábamos, separando los chocolates, armando el menú de la comida y decidiendo qué alimento se quedaría en la camioneta para nuestro regreso... Luego empezamos con que el botiquín te lo llevas tú, tú cargas las latas de atún, estos son tus guantes, yo me llevo la cuerda, no aplastes los sándwiches, me cae que sí caben los sándwiches aquí, el sándwich aplastado de toca a ti y toda esa serie de frases que supusimos que hasta los expedicionarios más experimentados dirían durante los preparativos de alguna imponente travesía.
Y empezamos yendo río arriba simplemente caminando entre las piedras y ocasionalmente mojándonos los pies en el agua que sentíamos helada. Encontramos unos tres o cuatro campamentos más arriba y una hora después, ya teníamos el agua en la cintura tras haber proferido maldiciones al momento en que el agua inundó nuestras partes… “nobles”. Cuando calculé que el agua ya me iba a llegar al tórax, hicimos una pausa para darme tiempo de ponerme mi traje de neopreno usado que compré por Internet dos días antes y que era mi orgullo en ese momento. Después de pelearme con la elasticidad del diminuto traje durante unos minutos seguimos adelante… Trepando por donde de regreso saltaríamos, agarrándonos de piedras para poder avanzar contra la corriente las cuales de regreso sólo veríamos pasar, subiendo escalones que después bajaríamos con aquel impulso extra de la gravedad y amparados por la máxima que reza que de bajada hasta las piedras ruedan.
El ascenso en Matacanes tiene tres principales filtros. Es decir, lugares que por su dificultad para trepar se encargan de que la mayoría de la gente no pueda seguir río arriba ya sea por falta de técnica, fuerza, maña o equipo. El primer filtro es curiosamente el más difícil de todos, lo que le da a los niveles superiores del cañón cierto aire de respeto, pero sobre todo de privacidad.
Iván subió con cierta dificultad el filtro. Le tomó más de cinco minutos acomodarse entre las pocas salientes que proporcionaban las piedras para apoyarse y llegar hasta los tres metros sobre el nivel del agua a donde tenía qué llegar. A Erick le tomó ligeramente más tiempo y le costó una carambola de calambres que le congelaron las piernas y un brazo. Yo… Yo fui otra historia diferente…
Después de quince minutos de intentos, mis brazos no me respondían y mis manos no me sostenían a las piedras más de unos pocos segundos. Mientras más intentaba subir, más me cansaba. Incluso cuando otras personas llegaron al filtro, me hice a un lado para dejarlas pasar y yo aprovechar para descansar. Mientras, desde la piedra donde yo estaba veía a Eric y a Iván esperándome y haciendo comentarios que yo no entendía por el ruido de la cascada, aunque por sus expresiones risueñas y su mirada fija en mí, me daba una idea de lo que se trataban.
Finalmente Erick me dijo que me lanzarían la cuerda con algunos nudos de tal forma en que yo pudiera meter los pies entre “las orejas” de los nudos y así poder subir, entonces esperé hasta que minutos más tarde me pasaron la cuerda que finalmente no me sirvió de mucho porque no me cabían los pies en los espacios de los nudos y de cualquier forma mi problema no era dónde apoyar los pies, ya que lo que no me sostenía eran mis manos…
Los minutos seguían pasando y yo empezaba a desesperarme y a buscar rutas alternativas hasta que Erick me comentó que una pareja que había subido ayudada por nuestra cuerda traían un arnés con el que me ayudarían a subir. Seguí esperando y minutos más tarde me bajaron el arnés que para un neófito como yo se veía bastante aparatoso de poner. Era una maraña de cintas y algunas piezas de acero.
Con el ruido de la cascada no escuchaba bien las instrucciones del dueño del arnés ni él mis preguntas, pero después de unos minutos de gestos, señas y contorsiones me dijo que el arnés ya estaba colocado y me dio a entender que me iban a jalar, pero que yo tendría qué ayudarme con mis pies y brazos. Cuando empecé a sentir la presión en la cuerda en el arnés que conectaba a la altura de mi espalda, empecé a sentir mucha incomodidad en las ingles, como si el arnés estuviera torcido. Cuando me di cuenta, ya estaba yo en el aire y no podía mover las piernas hacia adelante, además de que me empezaron a doler. Iván que para entonces había bajado a ayudarme a subir, les hizo señas para que me volvieran a bajar y pese al ruido del agua, como pude, les traté de dar a entender que el arnés me quedaba chico y que no lo sabía ajustar. Lo subieron y minutos más tarde lo volvieron a bajar. Me lo volví a poner y ahora resultaba más cómodo usarlo.
Nos pusimos de acuerdo para que yo me apoyara en los hombros de Iván mientras me empezaban a subir, entonces tras la señal, empezaron a jalar la cuerda y yo a tratar de subir como pude, incluso incrustando mi pié accidentalmente en la cara de Iván. Conforme subí me di cuenta de que como la cuerda me sujetaba desde la espalda, me inclinaba el cuerpo hacia atrás, entonces por una parte mis piernas casi no hacían contacto con las piedras y por otro, mis brazos tenían qué soportar el tirón para que mi cabeza no se embarrara contra el borde de la cascada, hasta que de un tirón una mano se me resbaló y mi casco golpeó con el borde de la cascada. Iba a gritarles que se detuvieran, pero el agua de la cascada me empapó la cara y para cuando recuperé el aliento yo ya estaba siendo literalmente jalado en calidad de bulto con el caso arrastrando por cada piedra de la orilla de la cascada y mi cara a tres centímetros de ellas. Finalmente llegué arriba y quedé parcialmente acostado en una piedra, pero como si temieran que pudiera resbalar y caer, me siguieron arrastrando. Yo estaba casi seguro que ya no era necesario, pero todavía desorientado por el agua de la cascada y el vértigo, me limité a resbalar hasta que me puse de pié entre las risas de mis compañeros, el dueño del arnés y dos personas más que estaban ayudando a subirme.
Después de ponerme de pié y también bromear sobre mi poca habilidad para trepar, esperamos varios minutos más a que otras personas subieran con nuestra cuerda. Cuando vimos que ya habían subido más de diez, que ya llevábamos hora y media ahí y no dejaba de llegar gente, les avisamos que teníamos qué seguir adelante y que nos llevaríamos nuestra cuerda.
El resto del ascenso fue retador, pero no al grado en que me tuvieran qué arrastrar nuevamente. Llegamos hasta el punto planeado horas más tarde y después de comer y descansar media hora más, emprendimos el descenso y entonces sí disfrutamos de los saltos al agua y de la pendiente a favor.
Llegamos a las siete con treinta de la noche a la camioneta y después de ponernos la ropa seca que llevábamos, emprendimos el regreso a Monterrey cansados, raspados, somnolientos, pero con una grata sensación de logro y la intención de regresar dentro de un mes… Para el cual espero no requerir ser remolcado cual ballena encallada nuevamente.
- el güey de junto -