Hace casi veinte años, jugaba emocionado mi hoy arcaico Nintendo de ocho bits y aunque mis alternativas de diversión se reducían a tres juegos, me sentía afortunado y dichoso cuando jugaba.
Al levantarme los sábados y los domingos a las seis con treinta de la mañana, todavía con lagañas en los ojos me paraba frente a la televisión, al flamante Nintendo con sus poderosos controles y me ponía a pensar sobre cuál sería la mejor opción para iniciar el día: ¿Sería acaso “Mario Bros 1”, “Ninja Gaiden” o afinar puntería con el “Duck Hunt” y su vanguardista “Zapper” (pistola naranja)?
Fuera cual fuera la decisión, iniciaba la jornada de juego desde incluso antes de que salieran los primeros rayos del sol; Me lloraban los ojos por la radiación de la tele recibida por mis ojos con escasos segundos de haberse abierto después de una noche de sueño y sin embargo haberlo hecho así una y otra vez me dio la experiencia de que la desagradable sensación se supera tras los primeros dos minutos de ver la pantalla.
A pesar de mi devoción por mi Nintendo, los videojuegos de monedas, conocidos como “maquinitas”, eran mi adoración. Sin embargo la necesidad de dinero para poder jugar hacía que las maquinitas fueran un intenso, pero escaso placer del cual pocas veces podía disfrutar.
En unas vacaciones de verano, de esas en las que solíamos acampar tres o cuatro semanas en casa de mi abuelita en la Ciudad de México, descubrí que en la farmacia de la esquina, cruzando la calle del edificio donde vivía mi abuelita, llevaron un nuevo videojuego. ¡Se trataba del increíble “Mario Bros 3”! Jugarlo equivalía a probar un bocado del más exquisito y delicioso manjar. El simple hecho de insertar una moneda de cien pesos con el rostro de Carranza y jugar durante 5 minutos valía todo… Incluso la frustración que sentía cuando la pantalla se iba ennegreciendo de derecha a izquierda indicando que había que depositar otros cien pesos para seguir jugando… Pues mi habilidad innata de videojugador resultaba en que siempre debía abandonar el juego por tiempo excedido y falta de fondos y no por haber perdido.
Un buen día en que mi prima Karla, seis años mayor que yo (también videojugadora de corazón) me acompañó a la farmacia con algunas monedas de cien dispuestas a ser sacrificadas en aras de mi juego, logré llegar a mundos a los que nunca había llegado por estar a más de cinco minutos de distancia. ¡Eran mundos desconocidos para mí! Y me sentía en la gloria hasta que… Tuve unas incontenibles ganas de orinar…
El mundo uno-cinco lo superé con mis piernas cruzadas tratando de contener la presión de mi vejiga y el mundo uno-seis fue testigo de mis bailes que delataban mis evidentes ganas de orinar. -¿Quieres ir al baño, verdad? –Me preguntaba mi prima. Yo embelesado respondía que no, o decía “poquito” mientras mantenía la mirada fija en aquel cinescopio. –Si quieres vamos a la casa para que vayas al baño y luego regresamos… -Pero a pesar del ofrecimiento, yo estaba sordo o poseído.
Nunca había llegado tan lejos y al terminar el mundo uno-seis y llegar al castillo con una sola vida me sentía excelente por haber terminado el juego con tiempo suficiente para correr a orinar a casa de mi abuelita… Pero… No, todavía no terminaba. De pronto mi personaje se encontraba esquivando balas de cañón sobre un barco pirata volador en un mundo que no aparecía en el mapa. Mi asombro era casi tan grande como mis ganas de orinar y el punzante ardor en mi vejiga.
No supe en qué momento perdí el control… No supe si me oriné de golpe o poco a poco… Lo que recuerdo es que para cuando el gran enemigo final del barco me arrebató mis ilusiones de conquistar el juego, ya había un charquito amarillo junto a mi tenis derecho y que cuando me apoyaba en ese zapato, salía espuma de la lengüeta y de las agujetas.
Mi prima sólo digo: “Ven, vamos para que te cambies… Me hubieras dicho y veníamos después”… Pero también entendió que yo había aguantado las ganas por pasión al juego. Supo que esquivar las balas del barco pirata fue más importante que percatarme de que la orina se escurría por mi pierna. Y salimos de la farmacia… Yo con sentimientos encontrados... Emocionado por saber de la existencia de aquel barco pirata y avergonzado por orinarme a mis siete años de edad.
Pero… ¿Saben qué?... Valió la pena.
- el güey de junto -
Al levantarme los sábados y los domingos a las seis con treinta de la mañana, todavía con lagañas en los ojos me paraba frente a la televisión, al flamante Nintendo con sus poderosos controles y me ponía a pensar sobre cuál sería la mejor opción para iniciar el día: ¿Sería acaso “Mario Bros 1”, “Ninja Gaiden” o afinar puntería con el “Duck Hunt” y su vanguardista “Zapper” (pistola naranja)?
Fuera cual fuera la decisión, iniciaba la jornada de juego desde incluso antes de que salieran los primeros rayos del sol; Me lloraban los ojos por la radiación de la tele recibida por mis ojos con escasos segundos de haberse abierto después de una noche de sueño y sin embargo haberlo hecho así una y otra vez me dio la experiencia de que la desagradable sensación se supera tras los primeros dos minutos de ver la pantalla.
A pesar de mi devoción por mi Nintendo, los videojuegos de monedas, conocidos como “maquinitas”, eran mi adoración. Sin embargo la necesidad de dinero para poder jugar hacía que las maquinitas fueran un intenso, pero escaso placer del cual pocas veces podía disfrutar.
En unas vacaciones de verano, de esas en las que solíamos acampar tres o cuatro semanas en casa de mi abuelita en la Ciudad de México, descubrí que en la farmacia de la esquina, cruzando la calle del edificio donde vivía mi abuelita, llevaron un nuevo videojuego. ¡Se trataba del increíble “Mario Bros 3”! Jugarlo equivalía a probar un bocado del más exquisito y delicioso manjar. El simple hecho de insertar una moneda de cien pesos con el rostro de Carranza y jugar durante 5 minutos valía todo… Incluso la frustración que sentía cuando la pantalla se iba ennegreciendo de derecha a izquierda indicando que había que depositar otros cien pesos para seguir jugando… Pues mi habilidad innata de videojugador resultaba en que siempre debía abandonar el juego por tiempo excedido y falta de fondos y no por haber perdido.
Un buen día en que mi prima Karla, seis años mayor que yo (también videojugadora de corazón) me acompañó a la farmacia con algunas monedas de cien dispuestas a ser sacrificadas en aras de mi juego, logré llegar a mundos a los que nunca había llegado por estar a más de cinco minutos de distancia. ¡Eran mundos desconocidos para mí! Y me sentía en la gloria hasta que… Tuve unas incontenibles ganas de orinar…
El mundo uno-cinco lo superé con mis piernas cruzadas tratando de contener la presión de mi vejiga y el mundo uno-seis fue testigo de mis bailes que delataban mis evidentes ganas de orinar. -¿Quieres ir al baño, verdad? –Me preguntaba mi prima. Yo embelesado respondía que no, o decía “poquito” mientras mantenía la mirada fija en aquel cinescopio. –Si quieres vamos a la casa para que vayas al baño y luego regresamos… -Pero a pesar del ofrecimiento, yo estaba sordo o poseído.
Nunca había llegado tan lejos y al terminar el mundo uno-seis y llegar al castillo con una sola vida me sentía excelente por haber terminado el juego con tiempo suficiente para correr a orinar a casa de mi abuelita… Pero… No, todavía no terminaba. De pronto mi personaje se encontraba esquivando balas de cañón sobre un barco pirata volador en un mundo que no aparecía en el mapa. Mi asombro era casi tan grande como mis ganas de orinar y el punzante ardor en mi vejiga.
No supe en qué momento perdí el control… No supe si me oriné de golpe o poco a poco… Lo que recuerdo es que para cuando el gran enemigo final del barco me arrebató mis ilusiones de conquistar el juego, ya había un charquito amarillo junto a mi tenis derecho y que cuando me apoyaba en ese zapato, salía espuma de la lengüeta y de las agujetas.
Mi prima sólo digo: “Ven, vamos para que te cambies… Me hubieras dicho y veníamos después”… Pero también entendió que yo había aguantado las ganas por pasión al juego. Supo que esquivar las balas del barco pirata fue más importante que percatarme de que la orina se escurría por mi pierna. Y salimos de la farmacia… Yo con sentimientos encontrados... Emocionado por saber de la existencia de aquel barco pirata y avergonzado por orinarme a mis siete años de edad.
Pero… ¿Saben qué?... Valió la pena.
- el güey de junto -
2 comentarios:
jajaja... siempre me haces empezar el comentario con un 'jajajaja'... jeje.
Pipí!!! esa es la prueba de que valio la pena y fue muy divertido haber jugado y superado todos esos niveles inimaginables en el Mario Bros. Creo que yo nunca he llegado al punto de hacerme pis en los chones mientras no quiero dejar de ver TV... pero probablemente dentro de unas decadas viviré esa experiencia a contra de mi voluntad jajajaj... XD
El titulo de tu historia es perfecto jajaja.
Puedo entender la situación aunque nunca he pasado por ella, pero he estado muy cerca jajajaja.
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