miércoles, 27 de agosto de 2008

Minimalismo gastronómico

Trabajaba yo en Cuernavaca como vendedor en una empresa que se dedicaba a los créditos personales con intenciones de ahorrar para irme a estudiar a Monterrey… Ganaba el salario mínimo como base y el resto del sueldo se componía por comisiones que debido a mi pésimo seguimiento a los clientes y baja iniciativa para buscar prospectos, generalmente oscilaba entre raquítico y nulo.

A pesar de eso, el trabajo era sumamente enriquecedor aunque no precisamente porque consistiera en calcular capacidades de pago, sellar volantes que apilaría en meticulosos montones de cien, sacar copias de recibos de nómina o vivir los tediosos minutos de seguimiento telefónico… No. La riqueza de aquel empleo manaba de las interminables pláticas que sostenía con mi jefe Ernesto que se prolongaban por horas pese a que el simple hecho de estar juntos, implicaba que no estaba cumpliendo con el plan de trabajo diario que él tenía que supervisar.

Tal vez cuatro de los cinco días de la semana laboral comíamos juntos y aunque él tenía un mejor sueldo por ser el gerente de ventas, cumplir con sus compromisos y responsabilidades le dejaban un estrecho margen de maniobra económica que se equiparaba al mío… Dicho coloquialmente: “Estaba tan fregado como yo”.

Nuestras comidas cada día hacían mayor gala de austeridad y minimalismo. Fui pasando gradualmente del sofisticado sushi con pepino y surimi que aprendí a preparar, envasado en un TupperWare, hasta el simple arroz con salsa de soya y vinagre de arroz, pasando por tortitas de papa que comía sin guarniciones. Todo esto porque conforme el tiempo de migrar a Monterrey se iba acercando, en misma medida iba ampliando el margen de ahorro, lo que reducía más y más el presupuesto para cada desayuno, cada comida y cada cena.

El clímax de nuestro precario modelo de alimentación fue alcanzado durante algunos días en los que entramos a una panadería a comprar cuatro bolillos, luego a otra tienda a comprar ocho rebanadas de mortadela y en los días menos crudos, también dos refrescos de los más económicos. Tras hacer esas compras nos íbamos a sentar a las jardineras de la presidencia municipal de Temixco donde con nuestras llaves cortábamos cada bolillo por la mitad para rellenarlo con dos rebanadas de mortadela, con lo que concluía la preparación del bocadillo.

Pese a las miradas de los transeúntes que nos miraban comer en la calle, Ernesto y yo devorábamos siempre nuestra comida con singular alegría... Incluso hoy lleno de orgullo puedo decir que jamás nos atragantamos por la falta de bebidas en los días en los que no hubo para pagar una… Eso hubiera sido cosa de principiantes o vivencias de recién llegados a las tierras de las vacas flacas… Nosotros ya éramos viejos habitantes de aquellas desoladas pero pintorescas tierras.

- el güey de junto -

martes, 19 de agosto de 2008

Licuadote nutritivo

Aquellos domingos de niñez en los que uno se encontraba motivado por el crecimiento, el desarrollo, la buena alimentación y a falta de Danoninos, era relativamente fácil que nuestros padres nos convencieran de tomar cuanto menjurje prometiera ayudar con nuestro desarrollo, con tal de crecer grandes y fuertes.

El favorito de mis papás, era el licuado de plátano con avena cuyo ingrediente secreto era… (Música de suspenso) ¡Un huevo crudo!... El cual después de agregar un poco de azúcar, un chorrito de vainilla y suficiente canela, era prácticamente imperceptible.

Viví muchos años con aquél ícono de proteínas y buena nutrición en un gran pedestal. Incluso me sentía orgulloso de que mis padres me hubieran preparado esos licuados con huevo sin los cuales seguramente el día de hoy estaría más chaparro, más enclenque, más loco y probablemente hasta más deforme del jorobado de Notre Dame.

Años más tarde me casé con Aída, que entre sus curiosidades tiene una licenciatura en nutrición. Me ha enseñado que los camarones tienen igual o más colesterol que unos chicharrones de puerco, que la papa se considera cereal y no verdura y que (¡Háganme el favor!) ¡El aguacate es una fruta!... Así como otros mitos, realidades y demás datos interesantes que me hacen ver que Aída y el brócoli se hablan de tú, y que las calabazas y el pescado a la plancha se llevan de a piquete de ombligo con ella.

Entre las pláticas rubricadas con “Y mis papás, cuando yo era chiquito…”, descubrimos que ambos tomábamos esos ostentosos licuados con huevo crudo, sólo que mientras yo se lo platicaba con orgullo, ella lo hacía con cara de fuchi… Cosa que me extrañaba, pues dentro de todo, ella mejor que nadie por ser nutrióloga, debería admitir que aunque no le gustaban, constituyeron una poderosa fuente de proteína básica para nuestro desarrollo… O al menos eso pensaba…

-¿Sabías que el huevo y la carne cruda no te sirven de nada? –Dijo Aída, lo cual en principio no entendí… Ante mi desconcierto, ella afirmó: –¡En serio! Sin cocinarse, los huevos y la carne no te sirven como fuente de proteína… -Y después de explicármelo con términos científicos, bioquímicos, bromatológicos, musicales y un par de actuaciones acompañadas de curiosas onomatopeyas, me hizo entender que todos esos licuados habían sido innecesariamente espesos… Por decir lo menos…

Todavía recuerdo a mi mamá que orgullosa se jactaba de que la consistencia del licuado se asemejaba al concreto y que eso me motivaba a tomármelo pese a la amenaza de que se solidificara en mi garganta ahogándome de manera fulminante. –Te lavaron el coco. –Me dijo Aída… -Yo al menos tengo el consuelo de que nunca estuve de acuerdo con la faena del huevo en el licuado. –Y mientras Aída me decía eso, yo recordaba a mi madre haciendo ademanes de fortachón mientras me servía el licuado que se desprendía de la licuadora en espesos grumos… No cabe duda que desde niño soy altamente manipulable…

Y pensar que así como mis padres me trataron de nutrir con placebos y remedios caseros, miles de personas que van a gimnasios o se dejan persuadir por sus padres, siguen ingiriendo todo el colesterol del huevo, pero sin su preciada cantidad de proteína… Caray… De haber sabido… Al menos me queda el consuelo de que cada huevo que vertieron en la taza de la licuadora, iba cargado de amor, grandes expectativas y de sus mejores intenciones.

- el güey de junto -

viernes, 15 de agosto de 2008

Corazón de pollo

Cada dos, tres o hasta cuatro semanas mi papá iba a visitarnos un fin de semana. Así fue durante los años que trabajó ejerciendo ingeniería civil dirigiendo obra. Caminos, cortes y nivelaciones lo tenían ocupado en esas semanas en las que estaba fuera y en contraparte; tomar fotos familiares, ayudar con el desayuno y salir algunas veces eran las otras tareas para él en esos fines de semana que esperábamos con ansia para poder verlo.

Cierto domingo como aquellos cuando yo tendría tal vez unos seis años de edad, me acerqué curioso a ver cómo mi papá se disponía a preparar unos huevos revueltos. Encendió el fuego de la estufa, puso el sartén de aluminio encima, preparó los otros ingredientes que combinaría y sacó seis huevos del refrigerador.

Con gran velocidad pero poca precisión, estrelló los cuatro primeros cascarones consiguiendo con suerte que la mayor cantidad de producto cayera dentro del sartén. Luego sacó gran parte de los pequeños trozos de cascarón que cayeron dentro y finalmente estrelló los dos últimos huevos, los cuales escurrieron para posarse con singular alegría sobre el sartén sin que sus yemas se desbarataran.

Antes de que mi papá empezara a revolver los huevos sobre el sartén, lo detuve para preguntarle qué era esa manchita blanquecina que estaba junto a una yema. Yo lleno de curiosidad e inocencia típicas de los niños de mi edad, lo miré a los ojos esperando su respuesta… Y mi papá, con su característico sentido del humor pero sin medir consecuencias me dijo: “Es un pollito que estaba dentro del cascarón”… Y dicho eso, empezó a batirlos vigorosamente mientras hacía sonidos como de gallina alterada… “¡Cloc! ¡Cloc! ¡Cloc!”…

En ese momento mis ojos se humedecieron e instantes después volteé a ver el sartén que sólo mostraba una amorfa mancha amarilla sin dar señales de tener por ahí algún pollito con vida… Me puse a llorar con gran sentimiento y mi mamá que para entonces ya estaba ahí, me abrazó y le recriminó a mi papá su falta de tacto, cosa que realmente era rara en él, ya que si bien tiene el sentido del humor un poco negro, nunca ha sido propenso a comentarios crueles o insensibles… Ese día se le resbaló y aunque no creo haber generado algún trauma a favor o en contra de los huevos o los pollos, hoy en día recuerdo con hilaridad las onomatopeyas que hacía mi papá mientras movía rápidamente la pala sobre el sartén.

- el güey de junto -

miércoles, 13 de agosto de 2008

Micaela

Rubia natural, proporciones como de concurso de belleza, ojos grandes, extremidades largas, buena estatura, silueta agraciada aunque no precisamente atlética, carácter muy alegre y juguetón… Prácticamente todos coinciden en que es una hermosura… Ella es Micaela… “Mica”, le decimos de cariño.

Sus aficiones son salir a pasear, merodear por ahí, comer popó de gato (cuando tiene oportunidad) y ladrarle a cuanto insecto curioso ve. Duerme desparpajada sin un ápice de feminidad; boca arriba con el cuello torcido, cuatro patas al aire, boca abierta y con su barriga recibiendo el aire fresco. Digna estampa del más barbaján de los marineros que hayan surcado los siete mares.

La Mica es una perrita labradora color beige de aproximadamente tres años y medio de edad. Tan juguetona y demandante de atención que es imposible salir al patio trasero de la casa sin regresar con un pisotón marcado en un zapato o el pantalón lleno de pelos güeros. Se restriega como un gato gigante. Da fuertes latigazos con su pesada cola como de dinosaurio que se mueve con singular energía y aunque no brinca hacia las personas, es fácil que sus treinta y cinco kilos de peso estampados a velocidad contra una rodilla saquen de equilibrio hasta al mejor plantado. Canalizando sus incansables e incesantes movimientos a un generador, fácilmente haría mi casa un hábitat autosustentable.

Sacar a pasear a la Mica es contrastante. Traerla con correa corta la hace caminar cerca de tu pierna cual campeona con pedigree, sentándose cada vez que hacemos alto y dejándose acariciar incluso por niños desconocidos mostrando siempre esa expresión como de película de “¡Vamos a jugar!”… Por otro lado, aflojando la correa se convierte en la líder de la manada... Empuja con mucha fuerza y te arrastra como si ella te estuviera sacando a pasear. Se acerca a los matorrales, a los pasillos que se forman entre las casas de la colonia y aunque permite ser persuadida sobre el rumbo a seguir, no es flexible con el ritmo del paso.

Los fuegos artificiales y el sonido de los cohetes eran hasta hace días su único miedo conocido por nosotros. Lo descubrimos tras haber tenido qué reemplazar tres mosquiteros, un vidrio de la puerta corrediza del patio y tras ver las abolladuras hechas por la Mica en una tela de alambre galvanizado de muy buen calibre… Sin embargo anoche, a una semana de haberla traído a vivir con nosotros a nuestra nueva casa, descubrimos que tiene un nuevo temor: El calentador del agua… Abrimos la llave del agua caliente en la regadera y como por arte de magia, aquella poderosa criatura, segura de sí misma, tosca e implacable se convierte en un asustadizo ratón gigante que ladra con desesperación y golpea la reja… Deja de ser la linda Mica y se convierte en “La cosa horrorosa”… Ladra en forma diferente, con un timbre anormalmente agudo y molesto y respira rápidamente. Nos mira como si no entendiera porqué no la dejamos entrar a la casa a guarecerse del gran peligro.

Hoy en la mañana tuve qué bajar a distraer a la Mica mientras mi esposa se bañaba y cuando fue mi turno tuve qué bañarme con agua fría para que no encendiera el calentador y la pequeña no se alterara… Esperemos que lo supere pronto porque… Se acerca el invierno y el agua saldrá más y más fría.

- el güey de junto -

lunes, 11 de agosto de 2008

Delicada flor

Era casi la hora en la que cerraba la oficina de cobranza y el último día para pagar la mensualidad del crédito hipotecario. Después de cuarenta minutos de fila finalmente estaba frente a la ventanilla con el dinero en mano. Pagué la cantidad, esperé mi recibo de pago pero en vez de eso, recibí una notificación de la cajera que me dijo que mi pago estaba incompleto… “¡¿Incompleto?!” Y es que resultó que por ser la primera mensualidad del crédito, no sabía que en la cantidad pactada en el contrato, no estaba incluido el pago de seguro obligatorio.

Salí molesto y apresurado buscando un cajero automático en la calle Madero y por no conocerla con exactitud, simplemente decidí caminar en dirección a donde dejé el carro estacionado… A tres cuadras de la oficina de la hipotecaria por la dificultad de encontrar lugar más cerca (típico de esa calle en hora pico).

A medio camino, vi una fila con tal vez doce a quince personas esperando turno. Me formé tras la última y con resignación me di cuenta de la anormal lentitud con la que uno a uno iba realizando sus transacciones bancarias. Difícilmente llegaría a hacer el pago a tiempo.

A los cinco minutos de espera, una peculiar familia tras de mí. Un señor como de un metro noventa de estatura, obeso, de escaso cabello cuya mitad era plateada y con cara de “pocos amigos” era la cabeza. Su esposa, una mujer como de cincuenta años que no tenía nada fuera de lo común; y su hija… Su hija, caray…

La niña era un poco más alta que yo, que a penas mido uno setenta y dos con todo y zapatos. Usaba uniforme de ¡secundaria! El cual estaba lleno de manchas como de comida; de cabello corto relamido con gel y rematado en una diminuta cola de caballo. Nariz ancha, sonrisa muy poco agraciada, ojos chiquitos, seguramente talla trece. Hasta aquí, aunque “poco atractiva”, nada fuera de lo común.

Fue hasta que pasó un señor de la tercera edad empujando un carrito que vendía chicharrones de harina cuando escuché hablar a la delicada niña con un tono de voz que nos recordaría al más caprichudo niño que hayamos visto en muchos años. Con dicción pobre, voz que sonaba gangosa pero a propósito, pero con muy buena potencia, dijo: -Papá ¡Quiero unos chicharrones! –Y “Papá oso” con tono condescendiente le dijo que acababa de comer, pero la única respuesta conseguida fue: -¡No me importa! ¡Quiero unos chicharrones!...Ándale pues. Pídelos…

-Cuando la niña por fin tuvo en sus manos una gran bolsa de chicharrones rebosantes en salsa picante, se paró justo detrás de mí y empezó a comer y yo aunque no voltee a verla directamente, la alcanzaba a ver a través del reflejo de los vidrios de la puerta del cajero automático.

La escuchaba devorar chicharrones a escasos centímetros de mi oreja de una forma grotesca. Sabía que masticaba con la boca abierta por la forma en la que escuchaba el ritmo de la inconsistente masa chiclosa estampándose contra sus muelas… “¡Plach! ¡Plach! ¡Plach!...” y para colmo, escuchaba su respiración profunda, sonora, siseante y silbante… Era como si a través del sonido que escuchaba y viendo el velado reflejo de ella atrás de mí, pudiera obtener aquellas desagradables vistas en primer plano en los que apreciaba con detalle su nariz sucia y mejillas llenas de salsa…

-Mijita, haste un poquito para atrás, vas a ensuciar al señor… -Y tras escuchar eso, instintivamente di un pequeño paso hacia delante… Mismo paso que ella imitó como si se aferrara a conservar esa milimétrica distancia entre sus regordetes dedos llenos de salsa y mi cabeza. La niña sólo respondía sin dejar de masticar: -¡Ya, (plach) déjame papa! (plach, plach) –Todo sin dejar de respirar escandalosamente como si no se hubiera limpiado la nariz jamás en su vida.

No se si por ser muy ideático, pero juraría que a ratos sentía una leve brisa tras el cuello… Como ligeras salpicaduras… Era como si cada vez que la escuchaba sacar su “manita” de la ya maltrecha bolsa de plástico, mi cerebro detonara señales que me hacían sentir esa sensación en la nuca…

Finalmente entré al cajero. Lo primero que hice fue pasarme la mano por detrás del cuello y después de ver mi mano limpia, teclear mi número confidencial a toda velocidad… Pensé: “¿Y si yo tuviera una hija así?... Caray… Toda una delicada flor”…

Por cierto, alcancé a pagar ese día la mensualidad de la casa y evité recargos.

- el güey de junto -

miércoles, 6 de agosto de 2008

Tenis a fuerza

Cuando le dije a mi tío “Voy a comprar unos tenis a Tepito”, lo primero que me dijo sarcásticamente (sí, el sarcasmo es un mal de familia) fue: “¿Para que te vendan unos calientes y cuando vayas saliendo te los roben para revenderlos?”…

Pese a la jocosa advertencia de mi tío, me decidí a ir por un par de tenis con cuatrocientos pesos en mano, de los cuales por precaución, guardé doscientos en la cartera y los otros doscientos en esa pequeña bolsa que traen los pantalones de mezclilla debajo de la bolsa derecha. Entré al Metro por la estación de Chapultepec, transbordé en Pino Suárez y me bajé en Zócalo. Salí a la explanada central y por las calles que fluyen desde el costado oriente de la Catedral Metropolitana me fui adentrando hasta llegar a la zona del mercado de Tepito donde abundan tenis, discos piratas, relojes y perfumes de imitación.

Iba yo de puesto en puesto viendo tenis, preguntando precios, buscando si los modelos que me gustaban existían en color negro y presionando con los dedos las en ese entonces novedosas cápsulas de aire que traían muchos en la suela… Para acabar pronto… Iba turisteando por los pasillos del mercado de Tepito como si estuviera en los pasillos de Liverpool o Palacio de Hierro…

Al alejarme del vigésimo quinto puesto que visité, un señor de unos treinta o cuarenta años me preguntó si andaba buscando tenis y al decirle que sí, me preguntó: -¿Baratos, caros o más o menos? –Más o menos. –Respondí. Ven. Sígueme. –Y fui siguiendo al señor por calles y callejones hasta que llegamos a un lugar donde habían puestos a medio armar y muy poca gente por ahí. Entramos a una especie de estructura como de puesto con algunas telas fungiendo como muros y me preguntó: -¿De qué color y de qué número? –Negros y del seis y medio. –En ese momento, mientras el señor me dijo “Ahorita te los traigo”, dos jóvenes de entre veinte y veinticinco años entraron al lugar y se pusieron cada uno a un lado mío… Supe que algo andaba mal…

Después de dos, diez o no recuerdo si treinta minutos en silencio que me fueron eternos, llegó el señor con tres pares de tenis negros. En ese momento me sentí aliviado, pues si me fueran a asaltar no se habrían tomado la molestia de traer unos tenis para continuar con la farsa. -¿Cuáles te vas a llevar? –Me preguntó. Yo inseguro dije: -Busco algo parecido a los de la izquierda. –Bueno, son cuatro cincuenta. –Ok, voy a seguir viendo. –En ese momento, los dos orangutanes que ya estaban prácticamente a centímetros de mí, rieron. El señor cambió su tono neutral por uno un poco hostil: -No, son cuatrocientos cincuenta. Ya los saqué de la bodega y no puedo regresarlos…

-Pese a la presión, ese momento me pareció perfecto para salir de ahí excusándome por sólo traer cuatrocientos pesos, sin embargo mi actuación con fingida pena por no completar el precio fue inútil. –Bueno, dame los cuatrocientos. –Yo, a esas alturas ya con voz entrecortada, nervioso y con la sensación de que mi vida de quince primaveras estaba en riesgo, balbucee que tenía qué esperar a mis papás. Pero tampoco fue de utilidad. –Bueno, dame los cuatrocientos, te llevas los tenis y te vas con tus papás… -Fue entonces que se me ocurrió otra idea para librarme del asunto.

Saqué mi cartera, la abrí frente a él, saqué el único billete de doscientos que traía ahí y fingiendo que buscaba desesperado entre sus compartimientos dije enojado: -¡Me lleva la chingada! ¡Me sacaron doscientos pesos! –El señor me arrebató la cartera y la empezó a esculcar mientras yo me asomaba fuera del puesto fingiendo que buscaba el billete tirado en el suelo. –No te lo pudieron haber sacado, si no, te hubieran robado todo, no sólo doscientos. –¡Es que yo traía cuatrocientos! –Dije con aparente indignación. Pero el tipo se resistía a dar por perdida la forzada transacción; -Bueno, dame los doscientos y el reloj. –No, el reloj no puedo, es de mi hermano. –Bueno, dame doscientos cincuenta. –No traigo, en serio… -Dije justificándome mientras sacaba las pocas monedas que traía en la bolsa del pantalón.

El tipo me arrebató las monedas de la mano, me regresó mi cartera sin mis doscientos pesos y me dijo: -Bueno, así está bien. –¿Pero cómo me voy a regresar? –¡Pus caminando con tus tenis nuevos! –¡Pero voy hasta Chapultepec! –Bueno, ten dos pesos para el metro…

-Y salí de ahí con los tenis nuevos en una bolsa de plástico amarilla. Temblando por el miedo pero feliz por salir bien librado. Frustrado por llevar unos tenis que no me gustaban tanto pero satisfecho por haberlos comprado por doscientos catorce pesos. Impotente por haber sido presionado a comprar y no haber hecho nada pero animado por la hazaña de esconder los otros doscientos pesos en la pequeña bolsa del pantalón… Ahí iba yo caminando más rápido que un maratonista haciendo un sprint para llegar a la meta y volteando hacia atrás a cada momento para percatarme de que no me estuvieran siguiendo… Recordando las palabras de mi tío sobre comprar tenis y que me serían robados antes de salir de Tepito… Pero salí de los callejones del barrio bravo con mis tenis viejos puestos, los nuevos en una bolsa y doscientos dos pesos guardados.

Me consuela que los tenis que me vendieron olían a nuevo y no a sudor de recién asaltado.

- el güey de junto -

lunes, 4 de agosto de 2008

Cuando la pasión es más grande que las ganas...

Hace casi veinte años, jugaba emocionado mi hoy arcaico Nintendo de ocho bits y aunque mis alternativas de diversión se reducían a tres juegos, me sentía afortunado y dichoso cuando jugaba.

Al levantarme los sábados y los domingos a las seis con treinta de la mañana, todavía con lagañas en los ojos me paraba frente a la televisión, al flamante Nintendo con sus poderosos controles y me ponía a pensar sobre cuál sería la mejor opción para iniciar el día: ¿Sería acaso “Mario Bros 1”, “Ninja Gaiden” o afinar puntería con el “Duck Hunt” y su vanguardista “Zapper” (pistola naranja)?

Fuera cual fuera la decisión, iniciaba la jornada de juego desde incluso antes de que salieran los primeros rayos del sol; Me lloraban los ojos por la radiación de la tele recibida por mis ojos con escasos segundos de haberse abierto después de una noche de sueño y sin embargo haberlo hecho así una y otra vez me dio la experiencia de que la desagradable sensación se supera tras los primeros dos minutos de ver la pantalla.

A pesar de mi devoción por mi Nintendo, los videojuegos de monedas, conocidos como “maquinitas”, eran mi adoración. Sin embargo la necesidad de dinero para poder jugar hacía que las maquinitas fueran un intenso, pero escaso placer del cual pocas veces podía disfrutar.

En unas vacaciones de verano, de esas en las que solíamos acampar tres o cuatro semanas en casa de mi abuelita en la Ciudad de México, descubrí que en la farmacia de la esquina, cruzando la calle del edificio donde vivía mi abuelita, llevaron un nuevo videojuego. ¡Se trataba del increíble “Mario Bros 3”! Jugarlo equivalía a probar un bocado del más exquisito y delicioso manjar. El simple hecho de insertar una moneda de cien pesos con el rostro de Carranza y jugar durante 5 minutos valía todo… Incluso la frustración que sentía cuando la pantalla se iba ennegreciendo de derecha a izquierda indicando que había que depositar otros cien pesos para seguir jugando… Pues mi habilidad innata de videojugador resultaba en que siempre debía abandonar el juego por tiempo excedido y falta de fondos y no por haber perdido.

Un buen día en que mi prima Karla, seis años mayor que yo (también videojugadora de corazón) me acompañó a la farmacia con algunas monedas de cien dispuestas a ser sacrificadas en aras de mi juego, logré llegar a mundos a los que nunca había llegado por estar a más de cinco minutos de distancia. ¡Eran mundos desconocidos para mí! Y me sentía en la gloria hasta que… Tuve unas incontenibles ganas de orinar…

El mundo uno-cinco lo superé con mis piernas cruzadas tratando de contener la presión de mi vejiga y el mundo uno-seis fue testigo de mis bailes que delataban mis evidentes ganas de orinar. -¿Quieres ir al baño, verdad? –Me preguntaba mi prima. Yo embelesado respondía que no, o decía “poquito” mientras mantenía la mirada fija en aquel cinescopio. –Si quieres vamos a la casa para que vayas al baño y luego regresamos… -Pero a pesar del ofrecimiento, yo estaba sordo o poseído.

Nunca había llegado tan lejos y al terminar el mundo uno-seis y llegar al castillo con una sola vida me sentía excelente por haber terminado el juego con tiempo suficiente para correr a orinar a casa de mi abuelita… Pero… No, todavía no terminaba. De pronto mi personaje se encontraba esquivando balas de cañón sobre un barco pirata volador en un mundo que no aparecía en el mapa. Mi asombro era casi tan grande como mis ganas de orinar y el punzante ardor en mi vejiga.

No supe en qué momento perdí el control… No supe si me oriné de golpe o poco a poco… Lo que recuerdo es que para cuando el gran enemigo final del barco me arrebató mis ilusiones de conquistar el juego, ya había un charquito amarillo junto a mi tenis derecho y que cuando me apoyaba en ese zapato, salía espuma de la lengüeta y de las agujetas.

Mi prima sólo digo: “Ven, vamos para que te cambies… Me hubieras dicho y veníamos después”… Pero también entendió que yo había aguantado las ganas por pasión al juego. Supo que esquivar las balas del barco pirata fue más importante que percatarme de que la orina se escurría por mi pierna. Y salimos de la farmacia… Yo con sentimientos encontrados... Emocionado por saber de la existencia de aquel barco pirata y avergonzado por orinarme a mis siete años de edad.

Pero… ¿Saben qué?... Valió la pena.

- el güey de junto -