Uno de los juguetes que siempre desee con todas mis fuerzas, más allá del inalcanzable auto montable Power Wheels, era un buen auto de control remoto. Pero no de esos pequeños autos que sólo avanzaban y retrocedían, o que a lo mucho avanzaban y retrocedían dando una ligera vuelta que intentaba romper la monotonía de una insípida línea recta que se reforzaba por el estúpido cable que unía el control al pequeño vehículo.
Como la situación económica nunca fue boyante y cuando hubo oportunidad en navidad siempre opté por pedir Videojuegos, me resigné a que nunca tendría mi auto de control remoto, hasta que en mis frecuentes idas al K-Mart que estaba a un kilómetro del departamento, descubrí "Layaway" que era un sistema de apartado donde pagas un anticipo, retienen tu mercancía y después de liquidar el resto del monto en diez pegos semanales te entregan el artículo que apartaste. Hice cálculos, imaginé sacrificios y me regresó la esperanza.
Si en lugar de tomar los dos camiones de regreso para ir de mi Secundaria a la casa, ahorraba siete pesos diarios, que multiplicados por cinco días hábiles de la semana daban treinta y cinco pesos. Si esa cantidad la multiplicábamos por doce, que equivalían a diez semanas que dura el plazo del apartado mas el equivalente a dos semanas que se pagaban de anticipo, daba un total de cuatrocientos veinte pesos. Ese sería el límite. Tendría que ser suficiente para el preciado auto de mis sueños.
Para mi buena suerte, había un auto deportivo de color rojo con enormes llantas de hule suave y rines cromados que costaba cuatrocientos quince pesos. Tenía un ostentoso alerón en la parte trasera y su control remoto tenía un botón que hacía que la carrocería se elevara dos centímetros más con lo que podía sortear algunos obstáculos ligeros. Además usaba una potente batería recargable de doce voltios, lo cual era perfecto, pues podía divertirme días y días sin gastar ni un centavo en pilas. Me decidí ese domingo y el lunes me empecé a regresar caminando de la escuela. Pasaron los días y a las dos semanas junté lo del anticipo y el viernes en la noche estaba en K-Mart sosteniendo la caja que recogería diez semanas más tarde.
Fue una mezcla interesante de sensaciones. Por un lado fue duro entrar con una hermosa caja de cincuenta por veinticinco por treinta centímetros y salir solamente con un ticket engrapado a un contrato en cuyo cuerpo mostraba diez fechas de pago con sus respectivos montos. Por otra parte, era increíble para mí el saber que era sólo cuestión de constancia y tiempo para tener ese maravilloso auto con el cual podría salir a jugar a las canchas de básquet que estaban cerca del edificio.
Las semanas siguientes fueron un poco cansadas. Cuarenta minutos caminando bajo los rayos del sol, en pleno verano, recibiendo la resolana que el concreto reflejaba sobre mis sonrojadas y sudorosas mejillas, cargando una mochila cargada de libros y usando unos zapatos que no eran precisamente la comodidad hecha prenda. Eso sin contar las cuadras que rodeaba por mi pánico a los perros que hasta la fecha no supero del todo. Sin embargo ese precioso deportivo rojo valía cada miligramo de adrenalina que soltaba cuando un perro me ladraba mirándome fijamente. Valía cada ampolla que me salió en mis dedos meñiques y plantas de mis pies. Valía cada gota de sudor que escurría por mi espalda. Cada suspiro de resignación que daba al saber que no podría pagar un refresco frío que mitigara mi sed, cada minuto de contener las ganas de orinar hasta llegar a la casa... Todo eso valía un auto de control remoto.
Durante el fin de la semana nueve de mi contrato, escuché a mis papás preocupados por falta de dinero. No supe específicamente para qué necesitaban dinero o tal vez sí lo supe pero lo bloquee con el tiempo. Lo que recuerdo perfectamente es que les ofrecí sacar el dinero que tenía en el sistema de apartado siempre y cuando me lo repusieran para comprar mi auto. Mis papás me dijeron que sí, que contara con eso y me agradecieron muchísimo que los pudiera ayudar, dada lo apretada de la situación. Yo me sentí muy feliz y orgulloso de mí. Sabía que estaba haciendo lo correcto y lo mejor de todo era que a fin de cuentas tendría el auto un par de semanas después.
Con cierto sentimiento de melancolía recibí trescientos ochenta y cinco pesos y la copia de mi contrato con una visible marca roja. Era un sello que decía tajantemente "CANCELADO". No decía "POR AHORA..." ni "POR EL MOMENTO". Era un término inflexible que vaticinaba el futuro...
Le di el dinero a mis papás y a la quincena siguiente en lugar de mi dinero recibí una disculpa y una explicación sobre lo apretada que estaba la situación. La siguiente quincena fue algo parecido y la siguiente no fue la excepción. Con el paso del tiempo entendí que no me regresarían mi dinero no porque no quisieran, sino porque a duras penas podíamos con las deudas, pago de servicios, despensa y los pasajes. Nunca se los reproché, hasta años después en los que más que reproche fue un recuerdo que terminó entre risas y un cariñito de mi mamá mientras me recordaba que hice lo correcto. Sin embargo a mis trece años eso era algo difícil de entender. Sabía que si tuviera que pasar de nuevo lo haría otra vez, pero eso no me hacía feliz. Sólo me daba la tranquilidad de saber que hacía lo correcto, pero para variar, eso no es suficiente para un preadolescente que tiene ilusiones... Que sueña con tener algo que por muy cerca que se vea, no termina de llegar.
- el güey de junto -
Como la situación económica nunca fue boyante y cuando hubo oportunidad en navidad siempre opté por pedir Videojuegos, me resigné a que nunca tendría mi auto de control remoto, hasta que en mis frecuentes idas al K-Mart que estaba a un kilómetro del departamento, descubrí "Layaway" que era un sistema de apartado donde pagas un anticipo, retienen tu mercancía y después de liquidar el resto del monto en diez pegos semanales te entregan el artículo que apartaste. Hice cálculos, imaginé sacrificios y me regresó la esperanza.
Si en lugar de tomar los dos camiones de regreso para ir de mi Secundaria a la casa, ahorraba siete pesos diarios, que multiplicados por cinco días hábiles de la semana daban treinta y cinco pesos. Si esa cantidad la multiplicábamos por doce, que equivalían a diez semanas que dura el plazo del apartado mas el equivalente a dos semanas que se pagaban de anticipo, daba un total de cuatrocientos veinte pesos. Ese sería el límite. Tendría que ser suficiente para el preciado auto de mis sueños.
Para mi buena suerte, había un auto deportivo de color rojo con enormes llantas de hule suave y rines cromados que costaba cuatrocientos quince pesos. Tenía un ostentoso alerón en la parte trasera y su control remoto tenía un botón que hacía que la carrocería se elevara dos centímetros más con lo que podía sortear algunos obstáculos ligeros. Además usaba una potente batería recargable de doce voltios, lo cual era perfecto, pues podía divertirme días y días sin gastar ni un centavo en pilas. Me decidí ese domingo y el lunes me empecé a regresar caminando de la escuela. Pasaron los días y a las dos semanas junté lo del anticipo y el viernes en la noche estaba en K-Mart sosteniendo la caja que recogería diez semanas más tarde.
Fue una mezcla interesante de sensaciones. Por un lado fue duro entrar con una hermosa caja de cincuenta por veinticinco por treinta centímetros y salir solamente con un ticket engrapado a un contrato en cuyo cuerpo mostraba diez fechas de pago con sus respectivos montos. Por otra parte, era increíble para mí el saber que era sólo cuestión de constancia y tiempo para tener ese maravilloso auto con el cual podría salir a jugar a las canchas de básquet que estaban cerca del edificio.
Las semanas siguientes fueron un poco cansadas. Cuarenta minutos caminando bajo los rayos del sol, en pleno verano, recibiendo la resolana que el concreto reflejaba sobre mis sonrojadas y sudorosas mejillas, cargando una mochila cargada de libros y usando unos zapatos que no eran precisamente la comodidad hecha prenda. Eso sin contar las cuadras que rodeaba por mi pánico a los perros que hasta la fecha no supero del todo. Sin embargo ese precioso deportivo rojo valía cada miligramo de adrenalina que soltaba cuando un perro me ladraba mirándome fijamente. Valía cada ampolla que me salió en mis dedos meñiques y plantas de mis pies. Valía cada gota de sudor que escurría por mi espalda. Cada suspiro de resignación que daba al saber que no podría pagar un refresco frío que mitigara mi sed, cada minuto de contener las ganas de orinar hasta llegar a la casa... Todo eso valía un auto de control remoto.
Durante el fin de la semana nueve de mi contrato, escuché a mis papás preocupados por falta de dinero. No supe específicamente para qué necesitaban dinero o tal vez sí lo supe pero lo bloquee con el tiempo. Lo que recuerdo perfectamente es que les ofrecí sacar el dinero que tenía en el sistema de apartado siempre y cuando me lo repusieran para comprar mi auto. Mis papás me dijeron que sí, que contara con eso y me agradecieron muchísimo que los pudiera ayudar, dada lo apretada de la situación. Yo me sentí muy feliz y orgulloso de mí. Sabía que estaba haciendo lo correcto y lo mejor de todo era que a fin de cuentas tendría el auto un par de semanas después.
Con cierto sentimiento de melancolía recibí trescientos ochenta y cinco pesos y la copia de mi contrato con una visible marca roja. Era un sello que decía tajantemente "CANCELADO". No decía "POR AHORA..." ni "POR EL MOMENTO". Era un término inflexible que vaticinaba el futuro...
Le di el dinero a mis papás y a la quincena siguiente en lugar de mi dinero recibí una disculpa y una explicación sobre lo apretada que estaba la situación. La siguiente quincena fue algo parecido y la siguiente no fue la excepción. Con el paso del tiempo entendí que no me regresarían mi dinero no porque no quisieran, sino porque a duras penas podíamos con las deudas, pago de servicios, despensa y los pasajes. Nunca se los reproché, hasta años después en los que más que reproche fue un recuerdo que terminó entre risas y un cariñito de mi mamá mientras me recordaba que hice lo correcto. Sin embargo a mis trece años eso era algo difícil de entender. Sabía que si tuviera que pasar de nuevo lo haría otra vez, pero eso no me hacía feliz. Sólo me daba la tranquilidad de saber que hacía lo correcto, pero para variar, eso no es suficiente para un preadolescente que tiene ilusiones... Que sueña con tener algo que por muy cerca que se vea, no termina de llegar.
- el güey de junto -
2 comentarios:
:( Pobre de ti, me imagino lo ke has de haber sentido... todo tu esfuerzo y no viste nada ... pero bueno como dices, hiciste lo correcto. No fuiste egoista al pensar primero en tu familia y luego en ti, eso es bueno..... generalmente ....
WoW! Ese tipo de acciones es lo que en el futuro forma a buenos hombres. Mi reconocimiento, no se te olvide ese auto estoy segura q algún día lo vas a comprar :D
Kitty♥
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