A mis quince años, durante mi prematura exploración de la libertad, mi departamento era conocido como la guarida por excelencia. Bueno, más bien era el departamento de mis papás y aunque si bien es cierto que los convencí (todavía no se cómo) de que me dejaran vivir en él, todavía era económicamente dependiente de ellos. Al menos en poco menos de la mitad de mis gastos personales.
“Mi depa”, como lo llamábamos los amigos que nos frecuentábamos, presenció innumerables muestras de desarrollo precoz. Amigos de doce años que fumaban y tomaban por primera vez, amigos de quince que vomitaban por primera vez, amigos de diecisiete que con mi permiso rayaban con pintura en aerosol los muros de mi recámara y un recuerdo de mí, cantando y tocando la guitarra mientras estaba parado sobre una silla del comedor.
Obviamente el resultado de esas y otras pueriles manifestaciones de libertinaje dejaban estragos materiales en mi casa, como por ejemplo unas maderas de la base de mi cama rotas por la media docena de adolescentes aventándose a aplastar al que se quedaba dormido, algunas repisas de mi recámara vencidas por un recargón impertinente, el piso pegajoso por la mezcla de Kool-Aid de uva más Ron derramado, el excusado salpicado de… Bueno, de todo lo que suele salpicar un retrete de cantina y varios etcéteras nada agradables de limpiar.
De todas las fiestas que sucedieron en el departamento de mis papás, puedo jactarme (aunque hoy no lo digo orgulloso como antes…) de que sólo una vez tuve qué limpiar con mis propias manos. El resto de las veces usé ciertas artimañas bajas y ruines que me ahorraron ampollas por tallar pisos, dolor de espalda por barrer corcholatas bajo los sillones y trapear el baño…
Esperaba hasta que el sol de los domingos estuviera en su cenit para asomarme desde la ventana de la sala y buscar a Claudia y a su inseparable amiga. Cuando veía a alguna de las dos, bajaba y les hacía plática y les ponía atención mientras no dejaba de mostrar mi mejor sonrisa. Ellas no eran particularmente bonitas o populares entre los adolescentes de la colonia, así que correspondían de buena gana mi plática. Después de hablar varios minutos con ellas, discreta pero premeditadamente les dejaba ver lo atareado que estaba por tener qué limpiar mi departamento, inventaba o exageraba un dolor de cabeza y apelaba a su compasión.
Treinta minutos después, la amiga de claudia vertía detergente sobre una cubeta con agua y revolvía con el trapeador mientras Claudia tomaba el cepillo y lo sumergía en cloro antes de tallar el excusado. Para esos momentos yo me sentaba en mi recámara para clasificar papeles (entiéndase leer mis revistas “Guitar World”). Así ellas lavaban y yo leía. Ellas trapeaban y yo seguía leyendo. Ellas sacudían y yo me aburría de leer, así que exageraba todavía más mi dolor de cabeza e inventaba una imperiosa necesidad por dormir para calmar el dolor de cabeza. Me acostaba mientras era arrullado por el sonido de las cerdas de los cepillos que tallaban rítmicamente el lavamanos y los azulejos de la barra de la cocina…
Mi manipuladora mente llevaba la cuenta de las tareas pendientes por hacer. Cada pausa entre los rítmicos sonidos de la limpieza, cada vez que escuchaba las pisadas de sus tenis moviéndose a otras partes del departamento y cada vez que escuchaba desde dentro de la cubeta el agua cayendo desde el trapeador siendo exprimido por las joviales manos de Claudia, me daba una idea de qué tarea iba siendo concluida. Al final me levantaba de la cama, fingía ocuparme clasificando papeles y me aparecía en la sala que es donde usualmente terminaban la faena de limpieza. Yo les daba las gracias, les invitaba un refresco de los que habían sobrado de la fiesta de anoche y platicaba otros minutos con ellas.
Pocas veces omitieron lavar algo que hubieran quedado sucio. Incluso no me viene a la memoria algún domingo post-fiesta sin que hubiera visto a Claudia o a su amiga afuera del edificio treinta y uno y me hubieran ayudado a salir de una situación que me hubiera tomado tres días hacer por mi cuenta.
A once años de distancia no puedo hacer más que agradecerles su paciencia, su solidaridad, su tolerancia a los fuertes aromas de un lugar que no se limpiaba muy seguido y sobre todo a esas ganas de ayudar aún sabiendo (seguramente lo sabían) que tomaba ventaja de la situación de una manera evidente.
- el güey de junto -
“Mi depa”, como lo llamábamos los amigos que nos frecuentábamos, presenció innumerables muestras de desarrollo precoz. Amigos de doce años que fumaban y tomaban por primera vez, amigos de quince que vomitaban por primera vez, amigos de diecisiete que con mi permiso rayaban con pintura en aerosol los muros de mi recámara y un recuerdo de mí, cantando y tocando la guitarra mientras estaba parado sobre una silla del comedor.
Obviamente el resultado de esas y otras pueriles manifestaciones de libertinaje dejaban estragos materiales en mi casa, como por ejemplo unas maderas de la base de mi cama rotas por la media docena de adolescentes aventándose a aplastar al que se quedaba dormido, algunas repisas de mi recámara vencidas por un recargón impertinente, el piso pegajoso por la mezcla de Kool-Aid de uva más Ron derramado, el excusado salpicado de… Bueno, de todo lo que suele salpicar un retrete de cantina y varios etcéteras nada agradables de limpiar.
De todas las fiestas que sucedieron en el departamento de mis papás, puedo jactarme (aunque hoy no lo digo orgulloso como antes…) de que sólo una vez tuve qué limpiar con mis propias manos. El resto de las veces usé ciertas artimañas bajas y ruines que me ahorraron ampollas por tallar pisos, dolor de espalda por barrer corcholatas bajo los sillones y trapear el baño…
Esperaba hasta que el sol de los domingos estuviera en su cenit para asomarme desde la ventana de la sala y buscar a Claudia y a su inseparable amiga. Cuando veía a alguna de las dos, bajaba y les hacía plática y les ponía atención mientras no dejaba de mostrar mi mejor sonrisa. Ellas no eran particularmente bonitas o populares entre los adolescentes de la colonia, así que correspondían de buena gana mi plática. Después de hablar varios minutos con ellas, discreta pero premeditadamente les dejaba ver lo atareado que estaba por tener qué limpiar mi departamento, inventaba o exageraba un dolor de cabeza y apelaba a su compasión.
Treinta minutos después, la amiga de claudia vertía detergente sobre una cubeta con agua y revolvía con el trapeador mientras Claudia tomaba el cepillo y lo sumergía en cloro antes de tallar el excusado. Para esos momentos yo me sentaba en mi recámara para clasificar papeles (entiéndase leer mis revistas “Guitar World”). Así ellas lavaban y yo leía. Ellas trapeaban y yo seguía leyendo. Ellas sacudían y yo me aburría de leer, así que exageraba todavía más mi dolor de cabeza e inventaba una imperiosa necesidad por dormir para calmar el dolor de cabeza. Me acostaba mientras era arrullado por el sonido de las cerdas de los cepillos que tallaban rítmicamente el lavamanos y los azulejos de la barra de la cocina…
Mi manipuladora mente llevaba la cuenta de las tareas pendientes por hacer. Cada pausa entre los rítmicos sonidos de la limpieza, cada vez que escuchaba las pisadas de sus tenis moviéndose a otras partes del departamento y cada vez que escuchaba desde dentro de la cubeta el agua cayendo desde el trapeador siendo exprimido por las joviales manos de Claudia, me daba una idea de qué tarea iba siendo concluida. Al final me levantaba de la cama, fingía ocuparme clasificando papeles y me aparecía en la sala que es donde usualmente terminaban la faena de limpieza. Yo les daba las gracias, les invitaba un refresco de los que habían sobrado de la fiesta de anoche y platicaba otros minutos con ellas.
Pocas veces omitieron lavar algo que hubieran quedado sucio. Incluso no me viene a la memoria algún domingo post-fiesta sin que hubiera visto a Claudia o a su amiga afuera del edificio treinta y uno y me hubieran ayudado a salir de una situación que me hubiera tomado tres días hacer por mi cuenta.
A once años de distancia no puedo hacer más que agradecerles su paciencia, su solidaridad, su tolerancia a los fuertes aromas de un lugar que no se limpiaba muy seguido y sobre todo a esas ganas de ayudar aún sabiendo (seguramente lo sabían) que tomaba ventaja de la situación de una manera evidente.
- el güey de junto -
2 comentarios:
jajajaja pobres mujeres.. eres un aprovechado XD, pero bueno kien les manda a ellas por mensas jeje... como no se les ocurrio despues de lavar todo.. poner polvo picapica en la taza del WC, eso hubiera estado entretenido =D
Mmm... eso me parecio un poquito abusivo, pero como dice Mig, ellas que lo aceptaban.
Saludos!
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