lunes, 30 de junio de 2008

Omisión

¿Es la omisión un mal necesario? ¿Qué hay detrás de la acción consciente de omitir información al rendir cuentas sobre los hechos? ¿Una omisión premeditada deambula en un éter ubicado entre la indiferencia y la mentira?

A lo largo de nuestra vida (o a lo ancho de las misma, si se es muy corpulento), nos vemos obligados a omitir explicaciones, detalles, comentarios y en casos con tintes más verduleros, incluso se llegan a omitir saludos. Cada una de estas omisiones traperas que se disfrazan de omisiones sin dolo, generalmente son maquinadas con un fin específico. Ya depende de la circunstancia si el fin es bueno o malo… Y digo eso porque aunque sabiendo que el bien y el mal son relativos, hay omisiones que a todas luces delatan la intención de salir bien librado de lo que coloquialmente llamamos “Una metida de pata”.

Recuerdo que cuando compré una máquina para cortar el cabello, le pedía a mi esposa que me cortara el cabello. Ella de manera honesta me dijo en un par de ocasiones que no sabía cortar cabello y yo le resté importancia al asunto, aludiendo en forma misógina al hecho de que ella debía tener en alguna parte de su código genético la información necesaria para adquirir esa habilidad con rapidez.

Terminó de cortarme el cabello por primera vez y lo que alcancé a ver con el espejo me gustó. Tenía tintes de un trabajo bien hecho y del mismo modo sucedió con las ocho ocasiones sucesivas en que me ayudó con el corte de cabello, sólo que la última vez hubo algo diferente: Cuando mi esposa terminó el corte, con un sincero gesto de felicidad infantil me dijo: “¡Ya no me quedó chistoso de atrás!” Yo sonreí instantáneamente en muestra de felicitación, pero de inmediato entendí que ese comentario equivalía a decir “Te has visto innecesariamente más chistoso de lo normal durante todos estos meses”...

Analizando el ejemplo, podemos suponer en forma forzada, ilógica e innatural que la omisión tuvo buenas intenciones, como por ejemplo, no mermar mi autoestima o mi seguridad por el resultado de un corte de cabello del cual tal y como se me advirtió, podía tener resultados desfavorables… O podemos suponer en forma racional, simple, clara y en base a la evidencia evolutiva de miles de años sobre el comportamiento del hombre, que la omisión tuvo la intención de enmascarar hechos que no favorecen al que le omitieron información privilegiada o que perjudican al afectado u ofendido… ¡Qué va! ¡Ofendidísimo!... Porque de haber sabido del grado de jocosidad que había tomado mi cuero cabelludo de detrás de la cabeza, pude haber pagado una “compostura” con algún peluquero o estilista o bien pude haber decidido adelantar mi moda de invierno al verano y haber usado gorro de estambre bajo el sol y los cuarenta grados centígrados característicos de la época en esta ciudad… Incluso pude no haber hecho nada y seguir así por la vida, pero hubiera sido mía la decisión.

En lugar de decidir en base a los hechos y precisamente por esa omisión, permanecí inerte ante las risas aparentemente inexplicables y las murmuraciones a mis espaldas… Fui caminando por el mundo con una falsa seguridad que contrastaba hilarantemente con mi peinado… ¿Fue justo? ¿La omisión fue dolosa? ¿Hubo mala intención de por medio? ¿Sí? ¿No? ¿O me van a decir que fue una simple omisión?

Ojo por ojo… Omisión por omisión… Me toca pintarle el cabello…

- el güey de junto -

viernes, 27 de junio de 2008

Filosofía

En la preparatoria me tocó cursar la materia de Filosofía que era impartida por una maestra muy peculiar. Tendría tal vez entre sesenta y setenta años y era alta, de cabello muy corto y blanco por las canas, con una nariz pequeña que era enmarcada por unos grandes lentes redondos de cristales bastante gruesos. Dueña de un par de decenas de kilos de más y con una voz de abuelita dulce como de cuentos de hadas.

La maestra nos hablaba de Kant, de Marx, de Engels, sobre el devenir, la dialéctica y el linaje filosófico que Sócrates enseñó a Platón, Platón a Aristóteles y este último a Alejandro Magno, de los pajaritos de su vecina, de su esposo, de sus nietos y de su excelsa receta de enchiladas caseras. Todo aquello envuelto en una serie de infantiles onomatopeyas que nos soltaban risas o carcajadas cuando la onomatopeya era acompañada de gesticulaciones y pantomima. Algo curioso que también tenía es que cuando la maestra regañaba a alguien y esa persona argumentaba excusas, la maestra apuntándole con el dedo inquiría en voz alta: "¡SOFISTA!", lo que equivalía a un "Jaque mate" de ajedrez.

Cierto día mientras la maestra calificaba los trabajos de varios compañeros que hacían fila a un lado de su escritorio, había un bullicio anormal en el salón ya que generalmente se respiraba cierto aire de disciplina y respeto en esa clase de Filosofía. Yo, por alguna estúpida razón, pensé que el bullicio era suficientemente alto como para poder hablar con mi típico florido lenguaje en un volumen de voz considerable… “¡No! ¡Ni madres!” Dije. En eso, como si se hubieran puesto de acuerdo, un silencio se hizo presente, hasta que fue roto por la maestra que en repetidas ocasiones se declaró en contra del lenguaje soez: -¿Quién dijo eso? –Yo todavía no había entendido que preguntaba dirigiéndose a lo que yo había dicho… -Contéstenme… ¿Quién dijo eso?No te hagas güey, tú fuiste… -Me dijo mi compañero de atrás y entonces todo me quedó claro.

Tímidamente levanté la mano, mostré un gesto auténtico de pena y con un hilito de voz alcancé a decir “yo”. –¡Pase para adelante! –Dijo la maestra con seriedad, pero con ademanes exagerados, como si regañara a un niño de cuatro años. Cuando llegué al frente, la maestra ya había puesto al frente del pizarrón una silla. Yo llegué, me paré junto a la silla y me disponía a sentarme cuando la maestra entre empujones me dijo: “¡Shu! ¡Shu! ¡Shu! ¡Shu! ¡Fuera! ¡Esta es mía!”, ahora usando un tono de voz como le hablaría una viejecita a las palomas que comen migajas en el parque. La maestra se sentó en la silla, me volteó a ver a los ojos con una mirada que tenía algo de cómica y algo de inquisidora y con sus manos se palmeó las piernas, cosa que yo interpreté como “Siéntate en mis piernas”. Puse mi mano izquierda en su hombro y me acomodé para sentarme en sus piernas cuando de nuevo los “¡Shu! ¡Shu!” y los empujones me hicieron ponerme de pie. –¡No lo estoy invitando a sentarse! ¡Déme sus manos! -Yo, confundido, le di mis dos manos y ella con la fuerza de una mujer de su tamaño me jaló hacia ella haciéndome perder el balance para terminar cayendo de panza sobre sus piernas…

Levantó su mano amenazadora ante la vista atónita de todos mis compañeros. Parecería que iba a rendir juramento a la bandera, pero en lugar de eso, con un movimiento rápido y fulminante estampó su mano sobre mi trasero emitiendo un fuerte sonido. Yo en mi postura no vi venir la nalgada, por lo que sólo al sentir el golpe abrí más los ojos tratando de entender lo que estaba pasando.

Me soltó las manos, me levanté y vi su expresión de enojo infantil, nuevamente exagerando su gesto con tintes de berrinche de niño. Sin embargo el mensaje era muy claro: “NO VUELVAS A DECIR GROSERÍAS EN MI CLASE”. No lo dijo con palabras, pero se me grabó en la piel de una forma más contundente que el rojizo tono que había tomado mi rostro.

Las carcajadas que iniciaron mis compañeros cuando me dijo “¡Shu! ¡Shu!” las primeras veces, cesaron de golpe al escuchar el impacto de la piel de su palma contra la tela de mis pantalones. Aunque era una situación risible por donde se le viera, el contexto de mi orgullo adolescente arrastrado por los suelos fue suficientemente marcado como para que todo tomara tintes fúnebres… Ahí va la dignidad de nuestro compañero… Que en paz descanse…

- el güey de junto -

miércoles, 25 de junio de 2008

Sacando provecho

A mis quince años, durante mi prematura exploración de la libertad, mi departamento era conocido como la guarida por excelencia. Bueno, más bien era el departamento de mis papás y aunque si bien es cierto que los convencí (todavía no se cómo) de que me dejaran vivir en él, todavía era económicamente dependiente de ellos. Al menos en poco menos de la mitad de mis gastos personales.

“Mi depa”, como lo llamábamos los amigos que nos frecuentábamos, presenció innumerables muestras de desarrollo precoz. Amigos de doce años que fumaban y tomaban por primera vez, amigos de quince que vomitaban por primera vez, amigos de diecisiete que con mi permiso rayaban con pintura en aerosol los muros de mi recámara y un recuerdo de mí, cantando y tocando la guitarra mientras estaba parado sobre una silla del comedor.

Obviamente el resultado de esas y otras pueriles manifestaciones de libertinaje dejaban estragos materiales en mi casa, como por ejemplo unas maderas de la base de mi cama rotas por la media docena de adolescentes aventándose a aplastar al que se quedaba dormido, algunas repisas de mi recámara vencidas por un recargón impertinente, el piso pegajoso por la mezcla de Kool-Aid de uva más Ron derramado, el excusado salpicado de… Bueno, de todo lo que suele salpicar un retrete de cantina y varios etcéteras nada agradables de limpiar.

De todas las fiestas que sucedieron en el departamento de mis papás, puedo jactarme (aunque hoy no lo digo orgulloso como antes…) de que sólo una vez tuve qué limpiar con mis propias manos. El resto de las veces usé ciertas artimañas bajas y ruines que me ahorraron ampollas por tallar pisos, dolor de espalda por barrer corcholatas bajo los sillones y trapear el baño…

Esperaba hasta que el sol de los domingos estuviera en su cenit para asomarme desde la ventana de la sala y buscar a Claudia y a su inseparable amiga. Cuando veía a alguna de las dos, bajaba y les hacía plática y les ponía atención mientras no dejaba de mostrar mi mejor sonrisa. Ellas no eran particularmente bonitas o populares entre los adolescentes de la colonia, así que correspondían de buena gana mi plática. Después de hablar varios minutos con ellas, discreta pero premeditadamente les dejaba ver lo atareado que estaba por tener qué limpiar mi departamento, inventaba o exageraba un dolor de cabeza y apelaba a su compasión.

Treinta minutos después, la amiga de claudia vertía detergente sobre una cubeta con agua y revolvía con el trapeador mientras Claudia tomaba el cepillo y lo sumergía en cloro antes de tallar el excusado. Para esos momentos yo me sentaba en mi recámara para clasificar papeles (entiéndase leer mis revistas “Guitar World”). Así ellas lavaban y yo leía. Ellas trapeaban y yo seguía leyendo. Ellas sacudían y yo me aburría de leer, así que exageraba todavía más mi dolor de cabeza e inventaba una imperiosa necesidad por dormir para calmar el dolor de cabeza. Me acostaba mientras era arrullado por el sonido de las cerdas de los cepillos que tallaban rítmicamente el lavamanos y los azulejos de la barra de la cocina…

Mi manipuladora mente llevaba la cuenta de las tareas pendientes por hacer. Cada pausa entre los rítmicos sonidos de la limpieza, cada vez que escuchaba las pisadas de sus tenis moviéndose a otras partes del departamento y cada vez que escuchaba desde dentro de la cubeta el agua cayendo desde el trapeador siendo exprimido por las joviales manos de Claudia, me daba una idea de qué tarea iba siendo concluida. Al final me levantaba de la cama, fingía ocuparme clasificando papeles y me aparecía en la sala que es donde usualmente terminaban la faena de limpieza. Yo les daba las gracias, les invitaba un refresco de los que habían sobrado de la fiesta de anoche y platicaba otros minutos con ellas.

Pocas veces omitieron lavar algo que hubieran quedado sucio. Incluso no me viene a la memoria algún domingo post-fiesta sin que hubiera visto a Claudia o a su amiga afuera del edificio treinta y uno y me hubieran ayudado a salir de una situación que me hubiera tomado tres días hacer por mi cuenta.

A once años de distancia no puedo hacer más que agradecerles su paciencia, su solidaridad, su tolerancia a los fuertes aromas de un lugar que no se limpiaba muy seguido y sobre todo a esas ganas de ayudar aún sabiendo (seguramente lo sabían) que tomaba ventaja de la situación de una manera evidente.

- el güey de junto -

lunes, 23 de junio de 2008

Futuro

Colonia Norestense MX-067170, Distrito B6
Año 2366 D.C.
8:00hrs

Despierto bajo el imperceptible influjo de las ondas Gamma que dan suave y gentil terminación a mi sueño, el cual por cierto no fue tan agradable como lo que me prometieron en la agencia. Tal vez habría sido mejor elegir el perfil de “Piloto profesional de Aerofórmula X1”, que el de “Integrante de una banda masiva de música sub-hiperbólica”. Seguramente que me hubiera divertido más y habría compensado la sensación de culpa que siento por haber suspendido mi programa hipnótico de aprendizaje de Neoasiático. Bueno, no precisamente culpa… Después de todo, no es más que un estúpido requisito que me imponen en mi trabajo por tener un cliente que maneja sus relaciones industriales en ese idioma.

Después de pasar por la cabina de esterilización de mi dormitorio y aceptar la combinación de prendas y accesorios que me propone mi dispositivo vestidor cuatrocientos once, me dispongo a abordar la cápsula de la empresa que exactamente en cuatro minutos con cincuenta y cinco segundos me llevará a mi oficina. Esta vez viajaré sin ver la publicidad de la pantalla y me concentraré como pocas veces en la vista real. Tal vez es porque me siento melancólico.

Cinco minutos después, se abre un extremo de la membrana que cubre la cápsula de un modo en que recordaría un diafragma de esos artículos arcaicos llamados lentes fotográficos y me abre paso a la silla de mi espacio orgánico de trabajo. En cuanto toco la silla, una serie de movimientos suaves deslizan la silla, mi archivo digital, mi pantalla holográfica y mis dispositivos de navegación virtual en forma estratégica para optimizar mis movimientos.

Inicio mi sesión de trabajo y después de siete minutos de actividades, aparece un pequeño aviso holográfico que dice que hay un mensaje clasificación “G” por verificar. Suspiro con ligero aire de molestia pensando cuánto tiempo me tomará leer ese mensaje que por ser clasificación “G”, el tiempo que me tome leerlo me será descontado de mi nómina, por tratarse de un mensaje personal.

Mi dedo índice atraviesa el mosaico de luz que proyecta la palabra “Aceptar” y de inmediato un pequeño cronómetro se muestra en un tercer holograma que emerge cerca del área donde tengo el álbum fotográfico virtual. El mensaje viene remitido por parte del Supremo Ministro de protocolos Cyber-humanos. Qué raro. ¿Porqué un mensaje del Ministro? Al abrirlo e iniciar a escuchar el mensaje que es narrado por una solemne voz andrógina, me sorprende escuchar la iniciativa de sanción que pretenden aplicarme por uso irracional de recursos limitados. Además tengo una llamada de atención por ejercer violencia verbal contra mi viejo seiscientos nueve… Suspiro nuevamente.

Hago memoria y ahora recuerdo el incidente. Hoy a la hora de desayunar, terminé mi platillo y solicité otro igual. Mi viejo seiscientos nueve me dijo que no debía preparar dos veces en el mismo día un platillo basado en proteína de alga y pigmentos de tercera luna, ya que iba en contra del Protocolo de Gestión Organizada de Suministros que raciona los alimentos que se consideran “exóticos” por no ser de fuente renovable. Recuerdo que dije exasperado “¡No es asunto tuyo! ¡Ocúpate de preparar lo que te pedí!”. Por supuesto que me refería a comer una doble ración hoy y no comer la correspondiente al día de mañana para compensarlo. Claro que hablaba de eso, sí, no hay duda. Sólo olvidé aclararlo…

¿O no lo olvidé y en realidad lo omití intencionalmente? ¡En qué estaba pensando! Seguramente el diagnóstico cardio-respiratorio ante el Ministro delatará que mi omisión fue dolosa… Y no puedo pagar tantos créditos como multa... ¿Por qué no pude contenerme? ¡Tendré que prescindir de muchas características y configuraciones avanzadas de mi hogar! Tendré que renunciar a las comodidades. No más inducción de perfiles en mis sueños. No más comida exótica. De nuevo a comer fórmulas procesadas basadas en proteína de trigo… No debí actuar de esa manera tan primitiva…

Por otro lado, la vida no debería ser así, tan estricta. Es alto el precio de la eficiencia… De vivir en un mundo de equilibrio perfecto y recursos escasos. Es lo que nos tocó por vivir en la era cúspide de la humanidad.

- el güey de junto -

jueves, 19 de junio de 2008

No robarás...

Aprovechando el fresco contexto de la crónica sobre el deportivo rojo de control remoto, retomo tiempo y espacio. Mismo año, misma ruta de regreso a casa...

Habituado a mis largas caminatas de regreso a casa desde la Secundaria, me fui volviendo experto en distractores y en evasión de sucesos indeseables en el camino. Me distraía no pisando las líneas que se formaban por las juntas del concreto de la banqueta o de la calle e incluso brincaba las trayectorias imaginarias que tendrían algunas líneas si no remataran en otras. También me distraía detectando las minúsculas franjas de sombra de quince centímetros de ancho que quedaban en el piso después de escurrir por algunos muros y que me obligaban a caminar de lado si quería aprovechar ocho segundos de sombra.

Como sucesos indeseables podría mencionar a los perros que por el simple hecho de estar acostados o dormidos sobre la banqueta, me hacían rodear la cuadra completa o esperar a que más gente pasara por ahí para tener esa sensación de seguridad que me faltaba para no concentrarme en el dichoso perro. También las esquinas en donde algunos vagos te pedían dinero “pal taco” eran estratégicamente evitadas de mi ruta diaria.

Un puesto de periódicos de la colonia Otilio Montaño era una de mis paradas obligadas. Me pasaba unos cinco minutos viendo las portadas de revistas exhibidas y otros cinco minutos analizando e imaginando el contenido de la revista “Club Nintendo” de la cual fui lector aferrado durante varios años y que ese mes en particular mi mamá no me podría comprar, pues las vacas estaban anormalmente flacas.

Me disponía a seguir con la caminata, cuando una estupidez pasó por mi mente: Ya que la Club Nintendo estaba exhibida junto con otras revistas sobre las ventanas del puesto que abrían hacia fuera, la señora que atendía el puesto no tenía visibilidad hacia mí o hacia la revista. No sería difícil tomarla, esconderla, salir de ahí con naturalidad y quedarme con la revista. El problema es que una cosa era robar dulces del minisuper con mis primos en la ciudad de México y otra muy diferente, robar una revista que costaba mucho más y estando yo solo. Bueno, no era diferente en cuanto a principio. Ambos escenarios eran igual de reprobables, sin embargo el segundo me parecía mucho más difícil y me traía más cargos de culpa.

Me tardé diez minutos en agarrar valor para tomar esa revista. Voltee hacia ambos lados de cada calle del crucero donde se encontraba el puesto de periódicos unas treinta veces como mínimo. Cuando veía a una persona que se acercaba, sentía el alivio de tener un pretexto para no robar en ese momento, pero cuando la persona pasaba de largo, no era capaz de tomarla. Finalmente di un gran respiro, la tomé y la metí bajo mi camisa del uniforme.

Salí caminando de ahí, pero no en la dirección hacia donde estaba mi casa, sino hacia la izquierda con la intención de rodear la manzana y despistar mi ruta. Cuando di vuelta en la siguiente esquina, saqué la revista de debajo de mi camisa, la guardé rápidamente entre mis libros dentro de la mochila, me la volví a colgar y seguí caminando. Finalmente terminé el rodeo de la cuadra y volví a salir a la calle que era parte de mi ruta original en un punto en el que el puesto de periódicos se veía lejano y apacible. Seguí caminando confiado hasta que un niño en bicicleta me habló: -Oye, te habla una señora… -¿Mi mamá? –Pregunté confundido. –No se, es una señora que me dijo que te hablara. Ahí viene… -Me quedé helado cuando vi que a lo lejos venía la señora que atendía le puesto de periódicos. Sólo veía que levantaba una mano como si estuviera haciendo la parada a un camión y escuchaba el estruendo de sus chanclas golpeando y arrastrando contra el ardiente concreto. También alcanzaba a oír que decía algo que no lograba entender.

No me pude mover. Me pareció eterno el tiempo en que la señora se acercó lo suficiente como para ver los hilos de sudor que le enmarcaban la cara, su frente roja y brillante y para entender que efectivamente me llamaba a mí: -¡Chavo! Dice la señora de la paletería de enfrente que te robastes una revista. –Yo sólo pude decir “No” de una forma tan débil y titubeante que más bien sonó a “Sí”, mientras recordaba la paletería que estaba en contraesquina del puesto. –¡Abre la mochila! –Me exigió la señora. Yo sin saber qué hacer la abrí y lo primero que resaltó a la vista era el logotipo de Club Nintendo que sobresalía ostentosamente entre mi libro de “Matemáticas II” y el de “Morelos, espacio y tiempo”. -¿Ya vistes? ¡Cómo me dices que no, si la estoy viendo! –Le dí la revista con la mano temblorosa –¡Le voy a decir a mi hijo que te madrié para que se te quite! –En cuando le di la revista, me puse la mochila y salí caminando rápidamente. Recuerdo bien que no corrí.

La vergüenza que me invadió en los segundos siguientes fue inmensa. Recordaba la mirada atónita del niño de la bicicleta que me había dicho que me hablaba una señora, así como la mirada fúrica de la señora que con toda la razón del mundo me había puesto como chancla. Lo bueno del asunto es que fue tal mi escarmiento que esa fue la última vez que tomé algo que no fuera mío y con intenciones de robo.

Desde ese día, tuve que rodear otras seis cuadras para no pasar cerca del puesto de periódicos. Al menos hasta el siguiente año en el que me regresaría con un vecino recién ingresado a la Secundaria y que su papá iba a recoger.

He aquí otra más desde el baúl de mis vergüenzas personales.

- el güey de junto -

martes, 17 de junio de 2008

La lechuga equilibrista

Cuando estudiaba arquitectura en Cuernavaca recién recibido el año dos mil, el horario que teníamos era bastante peculiar. Teníamos clases desde las siete de la mañana, algunas horas muertas a medio día y clases desde la tarde hasta las seis u ocho de la noche según el día de la semana. La Universidad La Salle se preocupaba porque sus estudiantes desayunaran, comieran y cenaran arquitectura.

Por lo extenso del horario, a los que no teníamos auto y vivíamos lejos nos era más práctico comer en alguna de las fondas de los alrededores. Mis amigos y yo ya teníamos ubicada una que no era precisamente la más cercana, pero era la que a nuestro juicio ofrecía mejor valor por lo que pagabas. Raciones grandes, comida bien sazonada, agua fresca de sabor ilimitada y tortillas hechas a mano. Sin embargo, los primeros meses, a veces por premura de tiempo pero más frecuentemente por cuestiones de flojera íbamos a una que estaba a contra esquina de la universidad. No recuerdo el nombre oficial del local. Sólo recuerdo que tenía unas cuantas mesas adentro y otras afuera bajo un toldo de lona de color rojo.

La comida de ese lugar no era de lo mejor de la colonia. El arroz era sumamente grasoso y la variedad de guisados no era extensa, sin embargo aunque nos extrañaba que a la gente que comía ahí era solamente de primer semestre y que la que no comía ahí se refería al lugar como "La fonda de Doña Pelos" (nos extrañaba porque no era una señora particularmente greñuda), comer ahí no era del todo malo.

Una de esas tardes, me preparaba para saborear un filete de pechuga de pollo empanizado con guarnición de frijoles refritos y ensalada. El agua de jamaica que acompañaba al platillo estaba un poco insípida, pero estaba "potable", como diría mi compañero Iván, así que me concentré en devorar con furia al pobre filete de pollo antes de que se terminara de enfriar. Una vez terminado el pollo, seguí con los frijoles para al final comenzar a disfrutar la ensalada.

La ensalada de lechuga picada en tiritas cumplía las expectativas que se podrían tener de una ensaladita de fonda. La lechuga tenía un color decente y no estaba aguada. Le puse muchísimo jugo de limón y un poco de sal, para después tomar el tenedor y poner manos a la obra. Estaba yo por engullir un poco de lechuga que tenía ensartada en el tenedor cuando noté que algo se movía abajo sobre el plato. De primera impresión no supe qué era, pues de reojo sólo alcancé a ver que algo verde se movía arriba de mi plato. Cuando alejé el tenedor de mi cara, vi de qué se trataba: ¡Era una tira de lechuga columpiándose de mi tenedor!... ¡Sostenida por un enorme cabello!

Entonces todo encajó: Los conceptos de "Fonda de Doña Pelos" y "Lechuga equilibrista" embonaban como piezas de rompecabezas y develaban el misterio del porqué sólo los alumnos de primer semestre comíamos ahí. Todos nos quedamos serios por un momento. Si no hubiera sido por la expresión de "¡No mames!" y las carcajadas de mi compañero Memo, la escena hubiera sido impactante y sombría.

A partir de ese momento empezaron a revisar todos sus platillos y más de dos detectaron cabellos de Doña Pelos (válgase la asquerosa redundancia). Pero no todos tuvieron la misma relativamente "buena" suerte que yo, ya que algunos cabellos encontrados en sus respectivas comidas tenían características suficientes como para sembrar pánico y duda, por no ser claramente identificados como "cabellos" (entiéndase cabello como "Pelo de la CABEZA")...

Sobra decir que jamás regresamos ahí, sin embargo recomendamos el lugar a todo aquél que no era de nuestro agrado... Eso da continuidad al ciclo sin fin en el que los de segundo semestre se desquitan de Doña Pelos a costa de los de primer semestre. A su vez los de tercero terminan compadeciéndose de los de primero, pero justificando a los de segundo. Los de cuarto semestre para arriba sólo consideran la "Fonda de Doña Pelos" como una parada en el tour de "Te voy a dar un paseo por lo más característico de mi Universidad y sus alrededores".

No me queda duda sobre el hecho de que si Doña Pelos hubiera usado una red sobre la cabeza al preparar y servir alimentos, su fonda habría crecido más que la que ofrecía agua fresca de sabor ilimitada aunque se encontraba a tres cuadras de la Universidad. A fin de cuentas, sus clientes son estudiantes universitarios. Íconos de pereza por excelencia...

- el güey de junto -

domingo, 15 de junio de 2008

Deportivo rojo...

Uno de los juguetes que siempre desee con todas mis fuerzas, más allá del inalcanzable auto montable Power Wheels, era un buen auto de control remoto. Pero no de esos pequeños autos que sólo avanzaban y retrocedían, o que a lo mucho avanzaban y retrocedían dando una ligera vuelta que intentaba romper la monotonía de una insípida línea recta que se reforzaba por el estúpido cable que unía el control al pequeño vehículo.

Como la situación económica nunca fue boyante y cuando hubo oportunidad en navidad siempre opté por pedir Videojuegos, me resigné a que nunca tendría mi auto de control remoto, hasta que en mis frecuentes idas al K-Mart que estaba a un kilómetro del departamento, descubrí "Layaway" que era un sistema de apartado donde pagas un anticipo, retienen tu mercancía y después de liquidar el resto del monto en diez pegos semanales te entregan el artículo que apartaste. Hice cálculos, imaginé sacrificios y me regresó la esperanza.

Si en lugar de tomar los dos camiones de regreso para ir de mi Secundaria a la casa, ahorraba siete pesos diarios, que multiplicados por cinco días hábiles de la semana daban treinta y cinco pesos. Si esa cantidad la multiplicábamos por doce, que equivalían a diez semanas que dura el plazo del apartado mas el equivalente a dos semanas que se pagaban de anticipo, daba un total de cuatrocientos veinte pesos. Ese sería el límite. Tendría que ser suficiente para el preciado auto de mis sueños.

Para mi buena suerte, había un auto deportivo de color rojo con enormes llantas de hule suave y rines cromados que costaba cuatrocientos quince pesos. Tenía un ostentoso alerón en la parte trasera y su control remoto tenía un botón que hacía que la carrocería se elevara dos centímetros más con lo que podía sortear algunos obstáculos ligeros. Además usaba una potente batería recargable de doce voltios, lo cual era perfecto, pues podía divertirme días y días sin gastar ni un centavo en pilas. Me decidí ese domingo y el lunes me empecé a regresar caminando de la escuela. Pasaron los días y a las dos semanas junté lo del anticipo y el viernes en la noche estaba en K-Mart sosteniendo la caja que recogería diez semanas más tarde.

Fue una mezcla interesante de sensaciones. Por un lado fue duro entrar con una hermosa caja de cincuenta por veinticinco por treinta centímetros y salir solamente con un ticket engrapado a un contrato en cuyo cuerpo mostraba diez fechas de pago con sus respectivos montos. Por otra parte, era increíble para mí el saber que era sólo cuestión de constancia y tiempo para tener ese maravilloso auto con el cual podría salir a jugar a las canchas de básquet que estaban cerca del edificio.

Las semanas siguientes fueron un poco cansadas. Cuarenta minutos caminando bajo los rayos del sol, en pleno verano, recibiendo la resolana que el concreto reflejaba sobre mis sonrojadas y sudorosas mejillas, cargando una mochila cargada de libros y usando unos zapatos que no eran precisamente la comodidad hecha prenda. Eso sin contar las cuadras que rodeaba por mi pánico a los perros que hasta la fecha no supero del todo. Sin embargo ese precioso deportivo rojo valía cada miligramo de adrenalina que soltaba cuando un perro me ladraba mirándome fijamente. Valía cada ampolla que me salió en mis dedos meñiques y plantas de mis pies. Valía cada gota de sudor que escurría por mi espalda. Cada suspiro de resignación que daba al saber que no podría pagar un refresco frío que mitigara mi sed, cada minuto de contener las ganas de orinar hasta llegar a la casa... Todo eso valía un auto de control remoto.

Durante el fin de la semana nueve de mi contrato, escuché a mis papás preocupados por falta de dinero. No supe específicamente para qué necesitaban dinero o tal vez sí lo supe pero lo bloquee con el tiempo. Lo que recuerdo perfectamente es que les ofrecí sacar el dinero que tenía en el sistema de apartado siempre y cuando me lo repusieran para comprar mi auto. Mis papás me dijeron que sí, que contara con eso y me agradecieron muchísimo que los pudiera ayudar, dada lo apretada de la situación. Yo me sentí muy feliz y orgulloso de mí. Sabía que estaba haciendo lo correcto y lo mejor de todo era que a fin de cuentas tendría el auto un par de semanas después.

Con cierto sentimiento de melancolía recibí trescientos ochenta y cinco pesos y la copia de mi contrato con una visible marca roja. Era un sello que decía tajantemente "CANCELADO". No decía "POR AHORA..." ni "POR EL MOMENTO". Era un término inflexible que vaticinaba el futuro...

Le di el dinero a mis papás y a la quincena siguiente en lugar de mi dinero recibí una disculpa y una explicación sobre lo apretada que estaba la situación. La siguiente quincena fue algo parecido y la siguiente no fue la excepción. Con el paso del tiempo entendí que no me regresarían mi dinero no porque no quisieran, sino porque a duras penas podíamos con las deudas, pago de servicios, despensa y los pasajes. Nunca se los reproché, hasta años después en los que más que reproche fue un recuerdo que terminó entre risas y un cariñito de mi mamá mientras me recordaba que hice lo correcto. Sin embargo a mis trece años eso era algo difícil de entender. Sabía que si tuviera que pasar de nuevo lo haría otra vez, pero eso no me hacía feliz. Sólo me daba la tranquilidad de saber que hacía lo correcto, pero para variar, eso no es suficiente para un preadolescente que tiene ilusiones... Que sueña con tener algo que por muy cerca que se vea, no termina de llegar.

- el güey de junto -

viernes, 13 de junio de 2008

Perlita...

Perla es una excompañera de trabajo que venía de Montemorelos, municipio del estado de Nuevo León, aunque no estoy seguro si nació ahí... Lo más probable es que sí.

Perla es una mujer alta, de cara redonda, ligeramente corpulenta, ojos, cabello y piel muy claros y voz suave. De carácter franco y personalidad ecuánime. Rápidamente se integró al ritmo del grupo de ventas de la empresa que en ese tiempo empezó a crear fama de terminar 6 de cada 7 días de la semana en una fiesta donde el alcohol era el invitado de honor.

Perla manejaba en ese entonces un popular auto con cajuela, de esos de los cuales según su publicidad, "todos llevamos uno en la cabeza". Unas veces me tocó ver la cajuela del carro de Perla y en verdad me sorprendía su contenido. Todo un kit de supervivencia post-borrachera que incluía artículos como sandalias, ropa de repuesto, pantuflas, latas de atún, paquetes de galletas, aspirinas, antiácidos, pastillas para el mareo, una toalla, maquillaje y cosas por el estilo que le permitían pasar la noche completa de parranda y llegar presentable a la mañana siguiente sin llegar a su casa. Toda una profesional. Incluso una vez me tocó ver que de su bolsa sacó una funda de piel curtida con su nombre pirograbado y un caballito de tequila dentro. -¡Ay güey! Siempre andas preparada, ¿verdad? -¿Cómo crees? Es casualidad que lo traiga en la bolsa. No creas que siempre ando cargando con él... -Pero a mí me dio la impresión que sí.

Me contó mi amiga Tere que en una de las famosas fiestas que organizaban, Perla estaba divirtiéndose hasta que uno de los amigos del novio de Tere llegó retándola: "A que tomo más que tú, Perlita"... Me dijeron que declinó el reto diciéndole que no, que no estaba tomando, sin embargo el ingenuo tipo siguió insistiendo constantemente hasta que Perla pidió una botella de Tequila para iniciar el reto.

Perla sentenció diciendo que iban a tomar cada uno un caballito de tequila. Le advirtió que no se podía echar para atrás. El tipo confiado, alardeando con sus amigos, tomó el primer trago. Después Perla, con mirada tranquila tomo su primer trago. Después de 4 tragos cada uno, el retador dio las gracias a Perla y admitió que era buena tomadora, pero Perla le hizo ver que no se iba a librar tan fácilmente. -¡Nada! No hemos terminado. -Pero, Perlita, ya no puedo... -¡Me vale! Me retaste y ahora vas a cumplir. Es más, por cada caballito que te tomes, yo me echo dos. -Los amigos del pobre incauto lo presionaron aludiendo a que con semejante ventaja no podía declinar el reto, así que un poco más tranquilo tomó su siguiente trago, Perla sus dos respectivos, él otro y Perla otros dos. Cuando el contrincante de Perla iba a tomar el siguiente, algo pálido dijo que se retiraba. -¡Para eso me gustabas! No aguantas nada... -Esos comentarios de Perla, otros similares y más ofensivos por parte de las amigas de Perla y la burla de sus amigos no fue suficiente incentivo para animar al pobre hombre.

Fue hasta que Perla dijo que por cada trago que se tomara ella tomaría tres, cuando él decidió hacer un nuevo intento. Tomó con mano temblorosa el caballito entre gritos de ánimo de sus amigos, quienes sólo lo animaban por solidaridad y no por ver posibilidades de triunfo. Volteó a ver a Perla con una mirada de sumisión y respeto y aguantando la respiración y el mareo se tomó su trago. Perla sin siquiera inmutarse, se sirvió y bebió tres caballitos al hilo entre gritos de admiración de los presentes. -Ya, ya no puedo más... -¿Ya ves? ¡No me duraste nada! -Dijo Perla. -Esto es para que no vuelvas a subestimar a una mujer, ¿Me oíste?...

El tipo con su ego y su sobriedad perdidos no pudo más que asentir y tragarse sus palabras. Nunca más se metería con una mujer. Al menos no con un mujerón de semejante bravura como la legendaria Perla.

- el güey de junto -

jueves, 12 de junio de 2008

Para los amantes de la fotografía...

Quienes gustan de las artes gráficas, de los conceptos frescos, de los aires surrealistas y de las enchiladas potosinas, no pueden dejar de visitar la galería Virtual de mi camarada Juan Carlos Prieto, quien se define a sí mismo como un ladrón de imágenes, momentos e instantes de otros.

Con ayuda de Flickr, su cámara, inspiración, Photoshop y la gastada suela de sus tenis viejos, Carlos recorre las calles de la ciudad para recopilar esos instantes que refleja en esta galería dedicada a la belleza silenciosa e inerte, a bellezas de mirada ausente, pero con sensualidad presente.

Les facilito el link del índice de su galería, de la explicación de la misma y para los que quieran aplaudir, abuchear o invitar a cenar a Carlos, el link donde se empiezan a acumular comentarios sobre la expo.





¡Disfruten!

& Luchógrafo &

miércoles, 11 de junio de 2008

Preparatorianos al grito de guerra ( 3 )

Continúa desde aquí...

... Todo indicaba que pasaríamos la noche ahí... Entre pasillos tapiados con sillas. Entre rincones con botellas vacías de cerveza... Pedro y yo ignorábamos en qué condiciones estaría el "hospedaje" que nos prometieron y sin embargo seguimos caminando. No pensamos en ninguna consecuencia o en algo que nos pudiera pasar...

Nos abrimos paso entre un zigzag de mobiliario deteriorado que recordaba un sin fin de trincheras improvisadas, hasta que en el tercer piso, el "contacto" del Diablo abrió una puerta de un salón que tenía adaptada una chapa de uso doméstico y dijo: "Diablo, los mandaron del Mexe a hacer el paro." "Cámara, escojan un salón de los del segundo piso de los que no están cerrados para quedarse ahí a dormir. Ahorita pueden cenar y mañana hacer sus tres comidas en el comedor. ¿Traen credenciales de estudiante?" Preguntó el Diablo. -Sí, sí traemos. -Dije. El Diablo sólo asintió con la cabeza y siguió platicando con el resto de la gente que estaba ahí.

Pedro y yo salimos y bajamos al segundo piso y vimos varios salones cuyas puertas tenían adaptadas muchos tipos de chapas domésticas que parecían decir “Este salón está ocupado”. Finalmente encontramos uno con la puerta abierta. Entré a inspeccionar y después de hacerme a la idea de que dormiríamos sobre el piso, escuché la voz de Pedro distante que decía "¡Aquí hay cobijas!". Salí corriendo y entré al siguiente salón de donde provenía la voz de Pedro. Al principio desconcertado y después riendo vi que habían cartones, pancartas y mantas con consignas políticas pintarrajeadas en ella. Era claro que nuestros anfitriones sólo nos proporcionarían el piso, tal vez comida y que el resto de las comodidades correrían por cuenta de nuestro bolsillo o como en este caso, de nuestro ingenio y habilidad para adaptarnos.

Después de instalarnos decidimos bajar y buscar el comedor para salir de dudas, ya que no sabíamos si nos esperaba una modesta comida corrida, o engrudo y cucarachas para saciar el hambre. Yo estaba emocionado con el ambiente. Muros pintados con murales haciendo mofa de los partidos políticos, propaganda socialista pegada en las paredes... Caminando te podías encontrar un muro pintarrajeado con la leyenda "Viva Trotsky" y a 4 metros otro que dijera "Mueran los Troskos". Enfrente de aquél, otro alabando al Marxismo y junto a él otro satanizándolo. Era como una licuadora ideológica en cuyo interior había ingredientes que competían por dar el sabor dominante al cocktail.

El excesivamente formal acento de Pedro me sacó de mi meditación. Con tono y palabras que usaría el más pulcro y letrado maestro de primaria de pueblo, preguntaba a una chica punk por el comedor. Ella, después de barrerlo de pies a cabeza, con una expresión divertida como de niña que se encuentra un bicho chistoso, le señaló en dirección a las escaleras mientras le sonreía pícaramente. -Creo que ya se dónde está el comedor. –Me dijo Pedro con voz fuerte, pero visiblemente nervioso ante la coqueta sonrisa de la chica de cabellera rosada. Lo seguí y atrás de las escaleras había un pequeño espacio como los típicos que adaptan como centros de fotocopiado o papelerías. Ahí, un señor con facha de carnicero estaba despachando comidas y nos formamos tras una fila con doce personas.

Al llegar al principio de la fila, el señor nos pidió nuestras credenciales de estudiante las cuales terminamos canjeando por platos hondos que más bien eran recipientes de plástico en colores vivos que uno podría encontrar en un mercado a cinco pesos. Dichos "platos" llenos hasta la mitad con una revoltura de frijoles, salsa verde y un par de piezas de pollo. Por otro lado, cuatro tortillas calientes y húmedas dentro de una servilleta de papel doblada. En ese momento desee ser Moisés para dividir la salsa de los frijoles como lo hubiera hecho con el Mar Rojo. -Oiga y ¿Cuándo nos regresan las credenciales? -Pregunté tímidamente... -Pus cuando me traigas tu plato rechinando de limpio. ¿Eres nuevo, verdad chavito? -Alcancé a Pedro que ya estaba sentado en las escaleras con un par de cucharas desechables y servilletas.

Después de comer, lavar nuestro plato en el baño de hombres en el tercer piso, entregar el plato, recibir credenciales equivocadas, cambiarlas y guardar celosamente nuestras credenciales, decidimos irnos a nuestra "habitación". Acomodamos nuestras mochilas como almohadas y no pudimos evitar platicar durante horas tratando de asimilar lo increíble de la experiencia que estábamos viviendo, hasta que me dieron ganas de ir al baño. Dejé a Pedro leyendo un periódico viejo que se había encontrado en el piso. Llegué al baño, abrí la puerta y fiel a mi instinto de supervivencia citadina, estaba dispuesto a tapizar el asiento del excusado con papel de baño, pero había un detalle. No había papel...

Pedro se sobresaltó cuando abrí la puerta de golpe. -¿Hay alguna hoja que hayas acabado de leer? -¿Te sirve una que no pienso leer, como la de deportes? -Lo que sea es bueno... -Pedro pensó que me daba igual leer cualquier cosa, hasta que vio que no me acosté sobre mi cartón para leer. Cuando abrí la puerta y dije nuevamente "Voy al baño", Pedro entendió todo. Me pareció escucharlo riendo en voz baja cuando iba yo por el pasillo.

Después de ver que la puerta de ningún baño podía cerrarse con seguro, escogí la más alejada del acceso. Me paré frente al excusado unos momentos como si estuviera estudiando a mi enemigo, hasta que empecé a cortar tiras de periódico para forrar el asiento. Siempre me he cohibido fácilmente cuando tengo que usar un excusado público. Si consideramos que en este la puerta no cerraba, es fácil adivinar estuve varios minutos escuchando pasos que se acercaban y alejaban de los sanitarios. Nadie entraba. Sólo pasaban por ahí robándome mi tranquilidad. Finalmente logré concentrarme y terminar. Decidí limpiarme con periódico y después de un incómodo dolor, caí en cuenta de que había omitido algo vital en estas circunstancias: Suavizar el papel. Todavía con los ojos cerrados y expresión de dolor, tomé otro pedazo de periódico y lo empecé a arrugar y a desarrugar una y otra vez. El miedo al dolor hizo que lo hiciera tantas veces, que nunca había visto un papel arrugado tan finamente en mi vida. Ahora mucho más suave que el anterior y sin sus aristas cortantes y hostiles.

Llegué al cuarto y Pedro se puso de pié tomando otro par de hojas de la sección de deportes. Iba a salir cuando lo tomé del brazo y le dije: "Pedro, por lo que más quieras, arruga muchísimo el papel antes de limpiarte"... Pedro asintió y con gesto nervioso salió del salón. Bastantes minutos más tarde regresó, platicamos un par de minutos y nos dormimos sin volver a mencionar algo sobre el baño.

A la mañana siguiente repetimos el ritual del canje de credenciales por comida y después el de platos limpios por credenciales llenas de grasa, resolviendo así el desayuno. "Vamos a que conozcas el Chopo", le dije a Pedro, quien aceptó lleno de curiosidad. Entramos a las entrañas de la ciudad a través del acceso al Metro. Esta vez sin la inmunidad de la horda de gente gritando "Metro popular", pagamos íntegro nuestro boleto. Me causó gracia ver con cuánto cuidado y titubeo usaba Pedro las escaleras eléctricas, las cuales hasta el día anterior había usado por primera vez y enseguida llegamos al andén. En cuanto vi las luces del vagón que se aproximaban desde la lejana oscuridad le dije a Pedro. -¡Hazle la parada! Se nos va a ir... -Y entonces Pedro que ignoraba que el Metro se detenía invariablemente en todas las estaciones, puso todo su empeño gritando “¡Suben!” y levantando y agitando la mano vigorosamente sin que el chofer siquiera le dirigiera la mirada.

Abordamos el vagón entre mis carcajadas y después de explicarle que al Metro no se le hacían señas parada, otras trivialidades de la ciudad que le parecieron fantásticas a Pedro y de un transbordaje, llegamos a nuestro destino. Pedro maravillado no daba crédito a ver cabello de tal variedad de colores. Siempre pensó que el pelo azul encrestado no era más que un cliché de caricaturas, así como no concebía que una sola persona se pudiera hacer tantos tatuajes. Dejé que él dirigiera el rumbo, que se detuviera donde quisiera y que curioseara a placer. Después de todo, quién sabe cuándo volvería Pedro a la Ciudad de México. Cuatro horas más tarde llegamos al Zócalo a comer hotdogs, de los de tres por diez pesos y de ahí a la calle Donceles, donde estuvimos cinco horas entrando y saliendo de librerías de segunda mano donde comprábamos lo que nuestros compañeros revolucionarios nos habían recomendado. Sobra decir que jamás terminé de leer las tesis filosóficas de Mao y que leer mis libros de Nietzsche sigue siendo un propósito que se sigue posponiendo.

Después, en la noche fuimos a un CGH, mejor conocido como Consejo General de Huelga. Ahí estábamos sentados en el auditorio de una preparatoria escuchando atentamente argumentos de distintos grupos: De fósiles de 40 años que decían que aunque les llamaran fósiles eran parte de la universidad, de jóvenes de preparatoria que gritaban que no era justo que las catalogaran como "Ultras de chocolate", de los que repetían una y otra vez que había que liberar a "nuestros" compañeros presos políticos, de los que proferían injurias contra todo y contra todos y de los que de tanta rechifla no pudieron ni hablar. En la madrugada, cuando Pedro y yo estábamos cabeceando de tanto sueño, decidimos seguir el ejemplo y escuchar al honorable Consejo por turnos. Uno escuchaba y otro se acostaba en el piso, como hacían decenas de personas que cargaban pilas entre sus intervenciones en el púlpito. Finalmente a las 5 de la mañana decidimos regresar a Ciudad Universitaria a dormir sobre cartones y rasposas mantas. Esa noche sólo cenamos cacahuates garapiñados.

Al despertar, después de quitarnos el sabor a huevo con jamón extra alto en sodio y colesterol del desayuno gratuito, dimos una vuelta por otras facultades que lucían desiertas. Íbamos todavía con cierta dosis de euforia por los acontecimientos de ayer y antier, la cual fue bajando conforme veíamos las condiciones deplorables en las que estaban las instalaciones. Después de pasar por lugares medianamente concurridos y escuchar cómo "El pinche Raúl" se enojó con su novia y del coraje aventó un monitor de computadora de un aula por la ventana, de cómo "La Tota" forzó una cerradura para adjudicarse un salón al cual le destrozaron el escritorio y de que "alguien" se había robado unas medallas de no se dónde, Pedro y yo no dijimos nada uno al otro. Sin embargo sabíamos que más allá de la diversión, de la marcha, del furor de insultar impunemente a los granaderos y de vivir nuevas experiencias limpiándonos el trasero con las noticias deportivas de hace un mes, lo que veíamos, lo que apoyamos y lo que días antes nos parecía justicia hoy había tomado su verdadero aroma y nos dimos cuenta de que apestaba desagradablemente. Cada uno a su manera entendimos cómo estos movimientos se alimentan de jóvenes como lo éramos nosotros. Personas que apoyan causas que no conocen con tal de estar en el ojo del huracán. Personas con ideales fuertes, pero visiones cortas. Personas influenciables a quienes se les convence fácilmente con argumentos que seguramente nuestros padres escucharon alguna vez en su adolescencia.

Al atardecer de ese día regresamos a nuestras casas en el pueblo de Progreso de Obregón, Hidalgo, con el consuelo de que al menos nuestra pequeña revolución sí tuvo principios justos y final feliz. No nos despedimos del Diablo y no dijimos a nadie que nos regresábamos. Como supongo que lo hicieron cientos de personas que vivieron dos, tres o cuatro días comiendo sobre recipientes de plástico y arrugando periódico fervorosamente antes de ir al baño.

De Pedro hasta la fecha no he sabido nada. Incluso no recuerdo haberlo visto el día de la graduación y mis pocos contactos que conservo de la Preparatoria Federal por Cooperación, Licenciado Benito Juárez, no lo han visto. Aunque a ninguno le extraña... Después de todo nunca se le vio en un lugar que no fuera en la escuela y con un atuendo que no consistiera en la camisa de vestir blanca con corbata azul marino del uniforme. Quiero pensar que él sí leyó todos los libros que compró en las librerías de Donceles y que el día de hoy anda por ahí luchando por causas justas o dando clases de primaria a niños de primaria en escuelas rurales... Tal vez casado y con "todos los hijos que Dios le mandó" o escribiendo libros... Tal vez tiene un Blog y ahora es experto subiendo por las escaleras eléctricas.

Un saludo a Pedro y a los integrantes de la Honorable Sociedad de Alumnos del ciclo 1999 - 2000 de mi querida Prepa, donde quiera que se encuentren.

- el güey de junto -